EL
DEVENIR DE LA MUERTE
Evidentemente que en la sociedad actual la muerte de alguien cercano o de un familiar no lleva consigo toda esa parafernalia del luto integral, llena de rituales y simbología religiosa y social. El luto, si acaso, se lleva por dentro. Sigue existiendo una liturgia de la muerte, más sencilla, más rápida, más ligera para el espíritu si se quiere. Se termina pronto y a otra cosa mariposa. Sin embargo, el impacto de este suceso produce un revoloteo singular e interno en nuestro engranaje particular. Vienen del pasado muchos recuerdos vividos con la persona que se ha ido. A veces son simples imágenes de momentos determinados: una conversación al azar, la recomendación de un libro, el comentario de una noticia, alguna sonrisa perdida llena de miradas familiares. En otras ocasiones esos recuerdos se amplían y llegan a comprender episodios más largos: el viaje que se hizo con motivo de su boda, la ayuda que prestó a otro miembro de la familia en cierta ocasión o la alegre celebración por haberle tocado la lotería.
¿Por qué nuestra mente –o será nuestro corazón- se deriva en estos caminos tan singulares? Existen varios recursos para intentar tener menos miedo a la muerte: decirse que la muerte forma parte de la vida, por ejemplo. Para los creyentes sirve pensar en esa otra vida prometida. Cada cual se apoya en lo que quiere. O en lo que puede. Lo cierto es que este mundo occidental en el que nos encontramos inmersos, tan regalado, tan rápido, tan abrumador de banalidades, tan avanzado tecnológicamente no es lo bastante importante, enérgico, firme, como para eliminar esos sentimientos profundamente internos, llenos de esa magia atávica renacida por noticias tales como el fallecimiento de un ser querido.