domingo, 8 de septiembre de 2024

EL COLECCIONISTA

 

            Ovidio Carvajal siempre fue un maniático de las colecciones. Su afición comenzó de muy pequeño cuando su abuelo, carlista convencido, le llevaba de museo en museo por las ciudades del norte de España en las que la confrontación monárquica se hizo más acervada y donde los partidarios de Carlos María Isidro llegaron a ser más fuertes, sobre todo en Navarra y las Provincias Vascongadas. Su abuelo estaba seguro de que un antepasado suyo, Lorenzo de Carvajal, había sido integrante del ejército formado por el general Zumalacárregui luchando por los derechos dinásticos del llamado por ellos Carlos V. Ovidio consideraba como un hito en su historia personal del coleccionismo aquel día en el que con apenas siete años, su abuelo le enseñó el Museo del Carlismo de Estella, sito en el Palacio del Gobernador de esa pequeña localidad navarra. Con los ojos asombrados de la infancia quedó impresionado por los sables, espadas, puñales, bayonetas y otras armas usadas en el siglo XIX, por el estandarte real del aspirante al trono, por las indumentarias diversas y variadas, desde las usadas por la soldadesca hasta los uniformes de los más altos mandos.


                                                         El coleccionista de estampas

                                                                                 MUSEO DEL PRADO

            Ovidio Carvajal comenzó su colección de coches en miniatura en el colegio. Como todos los niños de aquellas otras generaciones, hoy tan lejanas, llevaba en la cartera la libreta de caligrafía, un lápiz y una goma, el bocadillo de mortadela que su madre le preparaba y sus coches. Le tocaban en una rifa de la feria, venían de regalo sorpresa al comprar en la tienda de comestibles del barrio las nuevas galletas para merendar, los cambiaba por cosas que los demás ansiaban, como una goma de borrar nueva o un puñado de canicas. Su tío Aurelio, que había emigrado a Argentina cuando era joven, le trajo en las Navidades de sus nueve años una caja repleta de reproducciones en miniatura de los más diversos modelos, en la que se incluían desde el tan español Seiscientos hasta un Ferrari, un Lamborgini y un Rolls Royce.

            Ovidio Carvajal siempre fue algo retraído. Sólo disfrutaba de la compañía de su amigo Antoñito, con el que disertaba largamente de su afición. Al comenzar la adolescencia huía de los grupos de chicos y sus conversaciones vagas y ociosas, no tanto por menosprecio sino por auténtica timidez.

            --¡Ovidio!, le gritaban sus compañeros de clase, ¿por qué no vienes a la charca del pozo viejo a bañarte? Estarán las niñas.

            Sólo de pensar en que pudieran ver sus piernecillas delgadas y ese vello superficial que le empezaba a crecer por todos el cuerpo le hacía subir los colores y le provocaba encerrarse en su cuarto hasta que se le pasara la vergüenza. De ese modo dispuso de mucho tiempo en los antiguos veranos de una ciudad de provincias y así comenzó su colección de sellos. Recortaba los sellos de las cartas que llegaban a su casa, a las de sus vecinos y parientes, a los comercios de alrededor e incluso osaba pedírselos al cartero por si caía alguno. Los sumergía en el lavabo del baño y con suma delicadeza los despegaba, colocándolos en una toalla limpia hasta que se secaban al aire. Cuando tuvo un bote lleno se dijo que su colección merecía una exposición de mayor categoría. En la esquina de la plaza de la Iglesia de San Faustino, que quedaba a dos calles de su casa, había una librería papelería en la que vendían de todo: desde plumas estilográficas hasta recortables de bonitas casas y castillos. El día que cumplió trece años acudió presuroso a invertir en un flamante álbum el regalo de su tía Amelia, su madrina de bautizo: un billete de cien pesetas que tenía la cara de Gustavo Adolfo Bécquer por un lado y por el otro la catedral de Sevilla y una señorita con un paraguas algo extraño y un libro en las manos, a quien Ovidio en secreto contemplaba con cierta intriga y delectación.  

            Ovidio Carvajal nunca fumó. Jamás osó probar, ni siquiera en las escapadas adolescentes, cuando sus amigos se escondían detrás de los cañizos de los cañaverales en las riberas del río y se perdían a ratos en los bailes que organizaban en los bajos de las casas viejas de su barrio para encenderse los primeros pitillos. Le asustaba ese toser continuo y repetitivo de las primeras caladas. Pero el abuelo, el padre y los tíos de Ovidio sí fumaban. Y desperdigadas por su casa empezó a recoger las cajas de cerillas de antaño, esas que enseñaban a la par que contenían los fósforos. Las había que mostraban animales o plantas, imágenes de tauromaquia, las caras de futbolistas, trajes antiguos, vestidos regionales. Pero a Ovidio las que más le gustaban eran las que su primo Gervasio, diez años mayor que él y que vivía en Tolousse, se dejaba olvidadas en sus vacaciones españolas y las que, más tarde, cuando se enteró de su afición, le fue enviando desde el país galo y cuya sola contemplación le deleitaba. Las cajetillas ofrecían unos colores y dibujos novedosos y vanguardistas, los nombres franceses le parecían algo extravagante. Podía pasarse horas contemplando y pronunciando esas palabras con sonido transpirenaico: “allumetes de sureté”.

            Ovidio Carvajal adoraba las chapas de las botellas. Los domingos y las fiestas de guardar, después de misa, sus padres echaban un rato en el bar del barrio y él mientras tanto, se entretenía en recogerlas entre las piernas del festivo paisanaje.

            --Niño, deja ya de corretear por el suelo.

            --Deja al chiquillo, que sólo se está entreteniendo.

            --Ovidio me han dicho que coleccionas chapas ¿cuántas tienes?

            --Chaval, toma unas cuantas que te he traído.

            Las había de todos los colores: rojo colorado, naranja chispeante, azul piedra, marrón canela, amarillo limón, verde hoja. Las había de las bebidas más variadas: coca-cola, mirinda, casera, cervezas de montones de marcas, fanta de naranja y de limón, bitter kas, tónica sweeps. Con los años, su avidez de coleccionista fue recompensada con la no menos avidez del capitalismo rampante y su colección aumentó con chapas de líquidos impensables en su infancia: aguas con sabores de lo más variado, zumos de frutas exóticas, isotónicos insípidos y otras inimaginables décadas atrás.

            Ovidio Carvajal era soltero. Sacó unas oposiciones al Ayuntamiento de su ciudad y trabajaba de funcionario. Por las tardes se dedicaba a sus colecciones que, como todas las colecciones, tienen la cualidad de interminables. A pesar de su aire tristón y apacible, su mayor sueño era realizar un viaje a lo largo de Africa en busca de las máscaras originarias de los pueblos y las tribus de ese continente que le fascinaba. Incluso tenía un espacio destinado al fruto de su ilusión por si llegaba el día, aunque era consciente de que un viaje de tal envergadura le llevaría meses, incluso años y que suponía el gasto de un dinero que nunca iba a tener.   

            En su perseverante manía de coleccionista, a Ovidio Carvajal se le ocurrió una idea genial. Con su amigo Antoñito, se dedicaron a leer todas las esquelas que aparecían en los periódicos locales, provinciales y regionales. Sabían que en muchas ocasiones, cuando alguien fallece, no hay sucesores y en muchas otras, sus propios herederos desechan lo que ha sido toda una vida para quien ya no está o está en otra dimensión, quién sabe. De esta forma, durante las semanas siguientes al óbito de quien con más o menos ostentación se publica en los diarios, se dedicaban a localizar y acechar los alrededores de las ahora deshabitadas viviendas.

            Ovidio Carvajal había alquilado un almacén en el polígono industrial pues el incremento de los años y de sus recopilaciones no era proporcional sino progresivo. Distribuyó sus distintas colecciones en el espacio diáfano del local, aumentadas con los bártulos provenientes de sus andanzas detectivescas y allí pasaba la mayor parte de las tardes, colocando y volviendo a colocar los objetos que iba obteniendo, restaurando alguna pieza deteriorada, paseándose con parsimonia entre los elementos más admirados.

            Una tarde templada de final de septiembre, de azul cielo exultante y sol melancólico, Ovidio Carvajal se hallaba en su museo-taller con la radio de fondo y reparando con cola y pintura granate la indumentaria de un guerrero mongol integrante del ejército de Gengis Kan. En un primer momento Ovidio no prestó mucha atención, enfrascado como estaba en esa afición suya que le daba razón a su existencia cuando, por una de esas iluminaciones intuitivas escuchó al conocido locutor local: “Se ha extraviado el famoso cuadro El encuentro de Santa Teresa y la Princesa de Eboli, perteneciente desde hace generaciones al patrimonio de la conocida familia Martínez-Rocha. Les recordamos que hace unas semanas falleció Don Genaro Martínez-Rocha y Pérez del Pulgar, a cuyo entierro acudieron las más altas personalidades de la provincia. Don Genaro había concertado la cesión de la obra a un conocido museo de Madrid para una exposición temporal a celebrar en próximas fechas. Sus herederos no consiguen localizar la célebre pintura, constituyendo un misterio dónde puede haber ido a parar.”