EL COLECCIONISTA
Ovidio Carvajal siempre fue un maniático de las colecciones. Su afición comenzó de muy pequeño cuando su abuelo, carlista convencido, le llevaba de museo en museo por las ciudades del norte de España en las que la confrontación monárquica se hizo más acervada y donde los partidarios de Carlos María Isidro llegaron a ser más fuertes, sobre todo en Navarra y las Provincias Vascongadas. Su abuelo estaba seguro de que un antepasado suyo, Lorenzo de Carvajal, había sido integrante del ejército formado por el general Zumalacárregui luchando por los derechos dinásticos del llamado por ellos Carlos V. Ovidio consideraba como un hito en su historia personal del coleccionismo aquel día en el que con apenas siete años, su abuelo le enseñó el Museo del Carlismo de Estella, sito en el Palacio del Gobernador de esa pequeña localidad navarra. Con los ojos asombrados de la infancia quedó impresionado por los sables, espadas, puñales, bayonetas y otras armas usadas en el siglo XIX, por el estandarte real del aspirante al trono, por las indumentarias diversas y variadas, desde las usadas por la soldadesca hasta los uniformes de los más altos mandos.
El coleccionista de estampas
MUSEO DEL PRADO
Ovidio Carvajal comenzó su colección de coches en miniatura en el colegio. Como todos los niños de aquellas otras generaciones, hoy tan lejanas, llevaba en la cartera la libreta de caligrafía, un lápiz y una goma, el bocadillo de mortadela que su madre le preparaba y sus coches. Le tocaban en una rifa de la feria, venían de regalo sorpresa al comprar en la tienda de comestibles del barrio las nuevas galletas para merendar, los cambiaba por cosas que los demás ansiaban, como una goma de borrar nueva o un puñado de canicas. Su tío Aurelio, que había emigrado a Argentina cuando era joven, le trajo en las Navidades de sus nueve años una caja repleta de reproducciones en miniatura de los más diversos modelos, en la que se incluían desde el tan español Seiscientos hasta un Ferrari, un Lamborgini y un Rolls Royce.
Ovidio Carvajal siempre fue algo
retraído. Sólo disfrutaba de la compañía de su amigo Antoñito, con el que
disertaba largamente de su afición. Al comenzar la adolescencia huía de los
grupos de chicos y sus conversaciones vagas y ociosas, no tanto por menosprecio
sino por auténtica timidez.
--¡Ovidio!, le gritaban sus compañeros
de clase, ¿por qué no vienes a la charca del pozo viejo a bañarte? Estarán las
niñas.
Sólo de pensar en que pudieran ver
sus piernecillas delgadas y ese vello superficial que le empezaba a crecer por
todos el cuerpo le hacía subir los colores y le provocaba encerrarse en su
cuarto hasta que se le pasara la vergüenza. De ese modo dispuso de mucho tiempo
en los antiguos veranos de una ciudad de provincias y así comenzó su colección
de sellos. Recortaba los sellos de las cartas que llegaban a su casa, a las de
sus vecinos y parientes, a los comercios de alrededor e incluso osaba
pedírselos al cartero por si caía alguno. Los sumergía en el lavabo del baño y
con suma delicadeza los despegaba, colocándolos en una toalla limpia hasta que
se secaban al aire. Cuando tuvo un bote lleno se dijo que su colección merecía
una exposición de mayor categoría. En la esquina de la plaza de la Iglesia de
San Faustino, que quedaba a dos calles de su casa, había una librería papelería
en la que vendían de todo: desde plumas estilográficas hasta recortables de
bonitas casas y castillos. El día que cumplió trece años acudió presuroso a
invertir en un flamante álbum el regalo de su tía Amelia, su madrina de
bautizo: un billete de cien pesetas que tenía la cara de Gustavo Adolfo Bécquer
por un lado y por el otro la catedral de Sevilla y una señorita con un paraguas
algo extraño y un libro en las manos, a quien Ovidio en secreto contemplaba con
cierta intriga y delectación.
Ovidio Carvajal nunca fumó. Jamás
osó probar, ni siquiera en las escapadas adolescentes, cuando sus amigos se
escondían detrás de los cañizos de los cañaverales en las riberas del río y se
perdían a ratos en los bailes que organizaban en los bajos de las casas viejas
de su barrio para encenderse los primeros pitillos. Le asustaba ese toser
continuo y repetitivo de las primeras caladas. Pero el abuelo, el padre y los
tíos de Ovidio sí fumaban. Y desperdigadas por su casa empezó a recoger las
cajas de cerillas de antaño, esas que enseñaban a la par que contenían los
fósforos. Las había que mostraban animales o plantas, imágenes de tauromaquia,
las caras de futbolistas, trajes antiguos, vestidos regionales. Pero a Ovidio
las que más le gustaban eran las que su primo Gervasio, diez años mayor que él
y que vivía en Tolousse, se dejaba olvidadas en sus vacaciones españolas y las
que, más tarde, cuando se enteró de su afición, le fue enviando desde el país
galo y cuya sola contemplación le deleitaba. Las cajetillas ofrecían unos
colores y dibujos novedosos y vanguardistas, los nombres franceses le parecían
algo extravagante. Podía pasarse horas contemplando y pronunciando esas
palabras con sonido transpirenaico: “allumetes de sureté”.
Ovidio Carvajal adoraba las chapas
de las botellas. Los domingos y las fiestas de guardar, después de misa, sus
padres echaban un rato en el bar del barrio y él mientras tanto, se entretenía
en recogerlas entre las piernas del festivo paisanaje.
--Niño, deja ya de corretear por el
suelo.
--Deja al chiquillo, que sólo se
está entreteniendo.
--Ovidio me han dicho que
coleccionas chapas ¿cuántas tienes?
--Chaval, toma unas cuantas que te
he traído.
Las había de todos los colores: rojo
colorado, naranja chispeante, azul piedra, marrón canela, amarillo limón, verde
hoja. Las había de las bebidas más variadas: coca-cola, mirinda, casera,
cervezas de montones de marcas, fanta de naranja y de limón, bitter kas, tónica
sweeps. Con los años, su avidez de coleccionista fue recompensada con la no
menos avidez del capitalismo rampante y su colección aumentó con chapas de
líquidos impensables en su infancia: aguas con sabores de lo más variado, zumos
de frutas exóticas, isotónicos insípidos y otras inimaginables décadas atrás.
Ovidio Carvajal era soltero. Sacó
unas oposiciones al Ayuntamiento de su ciudad y trabajaba de funcionario. Por
las tardes se dedicaba a sus colecciones que, como todas las colecciones,
tienen la cualidad de interminables. A pesar de su aire tristón y apacible, su
mayor sueño era realizar un viaje a lo largo de Africa en busca de las máscaras
originarias de los pueblos y las tribus de ese continente que le fascinaba.
Incluso tenía un espacio destinado al fruto de su ilusión por si llegaba el
día, aunque era consciente de que un viaje de tal envergadura le llevaría
meses, incluso años y que suponía el gasto de un dinero que nunca iba a
tener.
En su perseverante manía de
coleccionista, a Ovidio Carvajal se le ocurrió una idea genial. Con su amigo
Antoñito, se dedicaron a leer todas las esquelas que aparecían en los
periódicos locales, provinciales y regionales. Sabían que en muchas ocasiones,
cuando alguien fallece, no hay sucesores y en muchas otras, sus propios
herederos desechan lo que ha sido toda una vida para quien ya no está o está en
otra dimensión, quién sabe. De esta forma, durante las semanas siguientes al
óbito de quien con más o menos ostentación se publica en los diarios, se
dedicaban a localizar y acechar los alrededores de las ahora deshabitadas
viviendas.
Ovidio Carvajal había alquilado un
almacén en el polígono industrial pues el incremento de los años y de sus
recopilaciones no era proporcional sino progresivo. Distribuyó sus distintas
colecciones en el espacio diáfano del local, aumentadas con los bártulos
provenientes de sus andanzas detectivescas y allí pasaba la mayor parte de las
tardes, colocando y volviendo a colocar los objetos que iba obteniendo,
restaurando alguna pieza deteriorada, paseándose con parsimonia entre los
elementos más admirados.
Una tarde templada de final de
septiembre, de azul cielo exultante y sol melancólico, Ovidio Carvajal se
hallaba en su museo-taller con la radio de fondo y reparando con cola y pintura
granate la indumentaria de un guerrero mongol integrante del ejército de Gengis
Kan. En un primer momento Ovidio no prestó mucha atención, enfrascado como
estaba en esa afición suya que le daba razón a su existencia cuando, por una de
esas iluminaciones intuitivas escuchó al conocido locutor local: “Se ha
extraviado el famoso cuadro El encuentro
de Santa Teresa y la Princesa de Eboli, perteneciente desde hace
generaciones al patrimonio de la conocida familia Martínez-Rocha. Les
recordamos que hace unas semanas falleció Don Genaro Martínez-Rocha y Pérez del
Pulgar, a cuyo entierro acudieron las más altas personalidades de la provincia.
Don Genaro había concertado la cesión de la obra a un conocido museo de Madrid
para una exposición temporal a celebrar en próximas fechas. Sus herederos no
consiguen localizar la célebre pintura, constituyendo un misterio dónde puede
haber ido a parar.”