miércoles, 13 de noviembre de 2024

 

EL DUQUE


            Con la última luz de la tarde Eusebio depositó un pequeño ramo de margaritas blancas y amarillas sobre la tumba de piedra labrada bajo la que reposaban los restos del Duque en el pequeño cementerio circundado por cipreses, situado en un promontorio entre la playa y el cielo. Habían tenido una bonita amistad a la que había regalado algunos años de su vida.

           

            Eusebio conoció al Duque siendo muy joven cuando se ganaba el sustento diario trapicheando de trabajo en trabajo y haciendo esporádicos y turbios encargos a lo largo de la costa con la pequeña embarcación que su padre, pescador de generaciones, le había dejado en herencia. Por aquél entonces, superadas las limitaciones económicas derivadas de la Segunda Guerra Mundial, las clases altas y aristocráticas de la sociedad europea, acompañadas siempre de acólitos, profesionales y aficionados al artisteo, habían empezado a descubrir el rústico encanto de los humildes pueblos de la costa gaditana.

           

            A pesar de su origen ilustre y de su atuendo impecable, el Duque era un tipo campechano y cordial. Gustaba de acercarse a la taberna del puerto y confraternizar con los parroquianos habituales. En una noche estrellada de verano virginal Eusebio y el Duque, después de cantar fandangos a todo pulmón, acabaron compartiendo una botella de ron a la orilla del mar. A partir de ahí, Eusebio se hizo imprescindible en la vida ociosa y regalada del Duque. Vivir sin trabajar constituye una auténtica profesión y hay que saber rodearse de las personas adecuadas que faciliten su desarrollo.

 

            El Duque había comprado un antiguo cortijo cercano a las playas situadas al oeste del pueblo al que se llegaba por una sinuosa senda entre retamas y pinos. El aspecto ruinoso de la casa principal fue trocado por una auténtica finca andaluza donde guarecerse del fuerte viento de levante que frecuenta aquellas tierras y a sus gentes de una forma tan particular que es rumor asentado, y asumido como una verdad incontestable, la pérdida de lucidez en noches de luna llena.

 

            En su cometido de subalterno a las órdenes del Duque, Eusebio se encargaba de las más diversas faenas. Una de las principales y más frecuentes consistía en facilitar el suministro de todo lo necesario para agasajar a los huéspedes de alcurnia que periódicamente le visitaban, ardua tarea en tiempos de difíciles comunicaciones y restricciones mercantiles, en una España que a duras penas empezaba a salir del marasmo social y económico provocado por la lucha fraticida de la Guerra Civil.

 

            Una mañana que presagiaba el anticipo del primer levante otoñal, el Duque se sinceró con Eusebio confesándole que la próxima fiesta a celebrar constituía uno de los mayores retos de su vida social en los últimos años, dada la categoría de los invitados, entre los cuales se incluían varios títulos de la nobleza alemana y una princesa de origen bávaro a quien el Duque pretendía incluir entre sus múltiples conquistas.

 

            Agotado de dar vueltas en el desvelo de una madrugada interminable, Eusebio llegó a la conclusión de que la única forma de cumplir debidamente el encargo era buscar el aprovisionamiento de los manjares requeridos en la vecina Gibraltar, donde había crecido un comercio floreciente de productos tales como champagne, ostras, caviar y otras exquisiteces gracias al estraperlo. Esporádicamente había hecho algunas incursiones al Peñón donde tenía contactos en el mundo del contrabando a pequeña escala. Sin embargo, Eusebio no las tenía todas consigo pues era conocedor de la férrea vigilancia ejercida por la Guardia Civil a lo largo de la costa.

 

            Una noche cerrada y silenciosa de luna nueva, con el mar en calma y las estrellas como único testigo, Eusebio se hizo a la mar siguiendo la ruta de la costa a una distancia lo suficientemente prudente. Empezaba a clarear cuando, ya de vuelta y con la carga a bordo, a la altura de Punta Mala, fue avistado por la patrulla apostada en el Faro de Carbonera. Eusebio supo aceptar la derrota. Por sus venas corría sangre de caballero español.

           

            El día que Eusebio salió de prisión, tres años después, un chófer uniformado le abrió la puerta de atrás de un Aston Martin DB2. El Duque, impoluto y con algunos reflejos canosos en su lustrosa cabellera, lo recibió con un efusivo abrazo, aguados sus brillantes ojos azules. Recuperaron los años de encierro con un pantagruélico almuerzo en el barrio de la Viña y un largo paseo por La Caleta, lugar de despedida de los que se van, punto de encuentro de los que se quedan.

 

            Varias décadas más tarde, sentado frente al mar degustando un whisky con hielo, Eusebio releía la misiva recibida en la que se le comunicaba el haber sido distinguido con una estrella Michelín. Los conocimientos adquiridos en las cocinas carcelarias fueron debidamente completados con un curso en la prestigiosa escuela parisina “Cordon Bleu”. Su maestría y sencillez junto con el carisma y don de gentes del aristócrata hicieron el resto. Dirigía con mano firme y refinamiento ilustrado, no exento de cierta rudeza de la que nunca pudo desprenderse, uno de los restaurantes más aclamados de la costa gaditana. El restaurante se llama “El Duque”.