sábado, 28 de marzo de 2020




MIGUEL DELIBES EN MI VIDA


Para muchos de nosotros a los que la Literatura nos ha salvado, de tanto, Miguel Delibes representa un eslabón esencial de nuestro ADN literario. En este año 2020 en que se cumplen cien años de su nacimiento, mi particular y privado homenaje en unas cuantas palabras, sustentado en el agradecimiento por haberme premiado con novelas sin las cuáles mi vida hubiese estado desprovista de parte de la plenitud que pueda tener.

En mis primeros años, cuando aprovechaba cualquier escrito para ir descifrando las letras, uniéndolas, las palabras que formaban frases, y las frases párrafos, sólo por el simple placer de desentrañarlas, mi mirada se posaba sin pausa, en cualquier momento perdido de esos tan frecuentes en la infancia de los setenta, en los libros que siempre hubo en las casas de mis padres (digo casas no porque tuvieran muchas sino porque la que tenían era ambulante). Estos libros viajaban con la familia de pueblo en pueblo, como una parte más de ella y se colocaban con los demás muebles en el camión de mudanzas y luego en el salón o cuarto de estar de turno. En realidad quiero pensar que no cómo lo demás, pues siempre hubo en mi familia un especial rincón para los libros y una parcela de dedicación a la literatura. Recuerdo como llamaban mi atención títulos tales como “Mi idolatrado hijo Sisí”, “La sombra del ciprés es alargada”, “La mortaja”, “Aún es de día”, “Las ratas … y mi imaginación recreaba las posibles historias increíbles que albergarían sus páginas: esa cantidad de palabras en las que zambullirse, aun sabedora de que esos libros “no eran para mí” todavía. Luego lo fueron. Para mi fortuna.
           
       Con el pasar de los años y sin que hubiera un momento determinante para ello, fui implícitamente autorizada a leer los libros que quisiera. Cómo no recordar la avidez con la que devoré “La sombra del ciprés es alargada”, novela que no podré olvidar, dado que sin duda ha sido una de las que marcó el comienzo de mi afición consciente y en cierto modo adulta, por la lectura. No recuerdo exactamente la edad que tenía ni tampoco la trama pero sí que cogí el libro, en cuyo lomo mi mirada se había posado tantas veces, como en una suerte de evanescencia reivindicativa que me hiciera decir: “ya estás en mis manos”. No podía parar de leerla y me envolvió de tal forma que influyó de manera clara en terminar de cimentar mi amor sin límites a la literatura. Eso me lleva a poner en lista que he de hacerme con un ejemplar y volver a leerla en breve, aunque ello requiera de una especial preparación en aras de evitar una excesiva melancolía por la pérdida de inocencia que la vida te impone. Habrá que sustituirlo por el bagaje de aprendizaje que estas décadas me han ofrecido. Es cuestión de cambiar la perspectiva y no dejarse llevar en demasía por la nostalgia.
           
         El caso de “Mi idolatrado hijo Sisí”, también leída en mi primera juventud, fue distinto. Lo que me llevó a sacarla de la estantería en la que se encontraba, junto a tantos otros de las antiguas ediciones de Ancora & Delfín, fue su título, pues ya desde pequeña tuve una rara atracción hacia ciertos libros sólo por el título. Había leído y releído ese infinitas veces: la palabra “idolatrado” ejercía una función de imán sobre mí, quizás al ser un vocablo excesivamente culto para mi edad y, sobre todo, el nombre de “Sisí”, que recordaba a la emperatriz de las películas encarnada en Romy Scheneider, tan bella. A pesar de la extrañeza que suponía para mi juventud el título del libro, me quedé fascinada con la historia que encerraban sus páginas. Soy consciente de que volveré a leerla. También.
            
 
       En los primeros años de la democracia entré en la adolescencia, crecía mi interés por la lectura, como también crecieron los medios de información y empezó a cambiar de manera veloz la sociedad en la que hasta entonces había vivido: la diversidad de periódicos; la televisión, que se convirtió en un aparato cotidiano en la rutina diaria, aun cuando en casa de mis padres siempre estuvo relegada a un segundo plano; las novedades políticas y los diversos discursos que escuchabas alrededor ante el hito histórico que para los mayores suponía el poder votar. Me vi involucrada, lo quisiera o no, en el ambiente político que flotaba por doquier. Y es por eso que “El disputado voto del señor Cayo”, aun leída sin plena conciencia de su significado, dejó en mí una huella indeleble, actuando como una medicina que desplegara sus efectos lentamente hasta el resultado final: con los años he conseguido hacer las paces con la política y las discusiones sobre la misma, creando un halo protector a mi alrededor que impide que llegue a alterarme. En el fondo de mi alma sé que se lo debo en buena parte a la filosofía sencilla y básica, pero no por ello menos sabia, del señor Cayo.
          
       Lo de “Cinco horas con Mario” fue un reto y, aunque pueda sonar vanidoso, un acto de valentía. Tenía 18 años y recién llegada a la universidad necesitaba un libro al que agarrarme. No parece que fuera el más a propósito para el caso pero lo cierto es que no sé cómo cayó en mis manos. Me daba seguridad. No me había atrevido hasta entonces a empezar esta novela. Tenía la impresión de que era imposible escribir todo un libro basado en un monólogo de la protagonista con su difunto marido. Temía que me defraudara y tener que obligarme a terminarlo. Nunca olvidaré como página tras página me iba absorbiendo completamente la narración unipersonal por parte de una mujer mucho más mayor que yo entonces, y todas las enseñanzas que se desplazaron simbólicamente desde sus hojas hasta mi propio espíritu, enseñanzas que no dudo en absoluto que ayudaron y contribuyeron a mi crecimiento como persona, y especialmente como mujer, reafirmándome en sólidos pilares anclados en lo más profundo y llevándome a la autoafirmación de no querer parecerme al tipo de féminas que encarna su protagonista.
          
       Mención aparte merece “Los Santos Inocentes”. Si bien el recuerdo del libro queda en buena parte absorbido por la gran película del mismo nombre y la excepcional interpretación de actores y actrices como Paco Rabal, Agustín González, Alfredo Landa, Terele Pávez, Maribel Martín y otros, no es menos cierto que ambos, novela y película, acentuaron y afirmaron mi conciencia social. Siempre la tuve, pero en una edad en la que se abren muchos caminos y la persona empieza a formarse, la plasmación de la injusticia social en letras y pantalla, fue determinante para afianzar fuertes principios sociales que han sustentando mi desarrollo personal y vital y que sigo manteniendo teórica y fácticamente en la medida de mis posibilidades, aunque siempre se puede más.