lunes, 24 de julio de 2023

 

VAYA

He vivido casi toda mi vida en democracia. A partir de los dieciocho años pude votar y lo hice. Muchas veces. Con la madurez vino una época de total y absoluto desencanto de la que por cierto no he salido, que me empujaba a no votar, a no participar de un sistema que, aun sabiéndolo el menos malo, prescinde de tener como primer objetivo al ciudadano y lo sustituye por un establisment donde prima una casta formada por infinitos elementos encargados de protegerse a sí mismos por encima de cualquier otra consideración. Tuve que trabajarme bastante para conseguir superar esa educación judeo-cristiana que nos ha llevado a buena parte de varias generaciones a hacer lo que se debe, lo correcto, lo que está bien. Lo conseguí satisfactoriamente y pude soportar el peso de mi conciencia no acudiendo a las urnas algunas veces. 

          El domingo 23 de julio sí fui a votar. Incluso estuve escuchando los resultados electorales en diversas cadenas de televisión, sorprendiéndome a mí misma dado que por norma no escucho ni veo a ningún político. Debió deberse a una especie de “morbo” causado por la canícula y el cansancio acumulado. Trabajar en verano en España es duro y en la costa del sur de España puede tener ciertos efectos secundarios. O quizás esta novedad de convocatoria inmediata, en pleno julio tras unas elecciones municipales y autonómicas no muy favorables al gobierno, creaba en mí una expectación de la que ya me creía bastante libre. Lo achacaré a simple aburrimiento de domingo estival interminable. Cuando el escrutinio iba por el 95 % apagué la televisión me puse a leer. “El Gatopardo”. Es muchísimo más gratificante y en muchas ocasiones ayuda de forma inestimable a sobrellevar el peso de la existencia y a tratar de entender la razón de la misma. Guissepe de Lampedusa dibujó el panorama social y político de la Sicilia rural de mediados del siglo XIX de forma magistral. Ya me gustaría poder reflejar mínimamente el panorama de este día un tanto extraño. Lo intentaré.

       Desde que llegué al despacho esta mañana temprano, a través de la ventana abierta rogando para que entrara algo de brisa, me llegaba un sonido distinto al de otras mañanas. Intenté achacarlo a que mis oídos no andan bien y que los baños, el calor y la humedad deben afectar a los conductos auditivos y provocar ciertas reverberaciones y resonancias distintas a las habituales. No quedé libre tampoco de fustigarme con que los años no pasan en balde. Más tarde tenía cita en la Notaría con un matrimonio inglés. Me sorprendí que a media mañana y en pleno verano la oficina del Notario no estuviera desbordada como es usual. Me dio la sensación de que todo iba a cámara lenta, hasta las conversaciones parecían algo pausadas y susurrantes. Durante la espera, preparando la documentación, en los saludos habituales, seguía sintiendo un rumor espeso envolviéndolo todo. Al volver a la calle, sin dejar de apreciar la grandeza de un país que continua en paz su devenir diario después de unas elecciones que no dejan nada claro la gobernabilidad y el futuro de España, me dio la sensación de percibir miradas huidizas y algo perdidas, los contornos de las personas con las que me cruzaba desdibujados e imprecisos, los colores de los coches, de las casas, de las ropas, desvaídos y borrosos, mientras un silencio opaco lo envolvía todo apagando la luz cegadora de un lunes de julio.


        
         Mi hija me ha mandado un vídeo del “informativo matinal para ahorrar tiempo” de Angel Martín. Con su ritmo habitual y en apenas dos o tres minutos ofrece el resumen de la noticia del día después, para terminar con una recomendación: si no quieres monotema responde con un “vaya”, ajustando en su caso la entonación según las circunstancias: ¡vaya! ¿vaya? Vaya, vaya-vaya …, todo ello para evitar mucho “vampiro chupa tiempo y energía.” Aplicando el consejo recibido: creo que al día de hoy le voy a responder con un “VAYA”.

sábado, 18 de febrero de 2023

 

REENCUENTRO

­           --Siento llegar tarde, dijo Paula a modo de saludo desprendiéndose del chubasquero chorreante de agua y colocando a un lado de la mesa el paraguas, --me surgió un imprevisto.

          A Silvia no le importó. La había estado esperando durante un buen rato en el mismo rincón pegado a la ventana en el que, cinco años antes, se habían despedido. Era una cafetería encantadora del Barrio Latino, llena de gente variopinta en la que podían pasar desapercibidas y contemplar al mismo tiempo el transcurrir de la vida.  El mismo sitio en el que fraguaron su plan y en el que se habían dicho adiós.

        Se conocieron cuando las dos trabajaban en el Museo De Orsay. Paula era conservadora y Silvia vigilante. Ambas eran jóvenes y ambiciosas y en seguida surgió entre ellas una conexión que iba mucho más allá de las palabras. Sin embargo, ya fuera por el trajín diario, ya por una cierta reticencia combinada con la precaución propia de personas precavidas, tardaron en entablar amistad.   

       No fue sino a raíz del cierre temporal del museo debido a un inventario de unas de las salas dedicadas al arte postimpresionista cuando tuvieron ocasión de entablar la primera conversación. Y detrás de esta muchas más. Hasta la última, en el mismo sitio y a la misma hora. Hoy, después de tanto tiempo, volvían a encontrarse.

       ­--Recibí tu postal desde Nueva Zelanda--, dijo Silvia.--No sabía que ibas a trasponer a las antípodas--.

          --Sabes que para mí era importante desaparecer y cambiar de hábitos. Mereció la pena servir copas en algunos bares de Bay of Plenty y en los ratos libres surfear como si no hubiera un mañana. Era la tapadera perfecta. Después desaparecía durante varias semanas y disfrutaba de la buena vida. ¿Y a ti como te ha ido?

             --No fui tan osada como tú, aunque ello me obligó a tomar muchas más precauciones. Conservé mi puesto en el museo durante varios meses hasta que, con ocasión de un percance, solicité la baja y de ahí a la excedencia fue sólo cuestión de tiempo.

            --¿Y te has dedicado al “dolce far niente” sin salir del país?, preguntó Paula.

            --Ya te digo, preferí ir más despacio y no modifiqué mis hábitos de vida. Me compré una granja en el valle del Loira, la misma que perteneció a mis abuelos y que perdieron a raíz de la guerra. Podrás entender que para ello solicité una cuantiosa hipoteca que aparentemente pago con gran esfuerzo todos los meses. Pero soy feliz.    

                La lluvia había llenado el local. A pesar del barullo de conversaciones ajenas un silencio se hizo entre las dos mientras sus miradas se chocaban. Paula deshizo la magia volviendo sus ojos hacia la cristalera.

             --¿Volviste a ver ese tipo?, preguntó.

             -- No voluntariamente, contestó Silvia. Hace un par de años, una mañana subiendo las escaleras del metro en Montparnasse, alguien me saludó quitándose el sombrero al pasar junto a mí. Era él.

              --¿Cómo lo haría?

              --¡A saber! Quizás tenía contactos en algún Emirato Arabe, con la mafia rusa o los magnates americanos.

                Paula alza el brazo llamando al camarero.

             --Por favor, una botella de Moet Chandon.

                 

sábado, 7 de enero de 2023

 


LA DOBLE


                “Tienes las mismas piernas que Tina Turner”, le repetían sin cesar cada vez que cogía el micrófono en el garito del barrio donde cantaba los sábados por la noche, arrullada por la multitud de insectos y otras variadas especies del reino animal que hacían de las riberas del Misisipi una filarmónica natural, acorde con los tiempos ecologistas que corrían.

                A sus antepasados los trajeron aherrojados del Africa Central hacía tres siglos, y varias generaciones gastaron sus vidas sirviendo a los blancos entre canto y canto. Dicen que de esta manera lograban conectar con los espíritus que dejaron allá y que se elevaban hacia un estado que les hacía más llevadera la esclavitud. Lo mismo ocurría en todo el Caribe. La música era la mayor manifestación de la multiculturalidad dominante, fruto de la influencia africana, latinoamericana, española y francesa de Nueva Orleans.

                Ella no iba a ser menos pues con esa voz y esas piernas ¿qué mejor que dedicarse a cantar? A fin de cuentas había logrado subir algunos peldaños en la escala social frente a la mísera infancia que pasó entre chabolas. En esas estaba, cantando sin mirar a nadie en particular y dándole vueltas a lo que podía llevarse hoy entre el pago y las propinas, cuando oyó una voz: “-¡eh tú morena! dedícame una canción”.

                No sabe si fue la sesión de vudú de la noche anterior en la que hizo diversas  invocaciones, el simple azar o el sujeto que le interpeló, con aspecto de “bon vivant sureño”, lo que le llevó a entonar “Private Dancer”. No podía imaginar hasta qué punto su letra sería premonitoria, pues recién terminada la canción Eliseo, tal era su nombre, se le acercó y, cogiéndola suavemente por el brazo al mismo tiempo que con una firme mirada ordenaba al jefe de todo aquello a no chistar, la sentó en una mesa algo apartada con una copa del mejor ron que hubiera probado nunca y que con seguridad no era el que se servía habitualmente entre los clientes corrientes.  

                Eliseo se presentó como manager musical aunque como descubrió más tarde era algo así como un subagente que trabajaba para los auténticos. Le vendió que su curro consistía en localizar a futuras promesas de la canción cuando lo cierto es que esa búsqueda se centraba en encontrar a ingenuos artistas dotados de parecidos y similitudes suficientes para hacerlos pasar por los verdaderos. Pero ella no perdía nada con seguirle la corriente. Siempre había soñado con irse de aquella violenta ciudad llena de bandas de distinto pelaje.

                Así que metió lo indispensable en una vieja maleta de tela guardada debajo del camastro en el que dormía y se marchó con Eliseo a Baton Rouge, la capital, y donde se centraba ahora cualquier movimiento económico, después del huracán Katrina y la destrucción de buena parte de la ciudad. Eliseo la instaló en un motel de las afueras, le compró un sanchwich de crema de cacahuete algo rancia, y le dijo que descansara porque el día siguiente tenían mucho trabajo. Así ocurrió: en una especie de almacén, grande y destartalado, lleno de cachivaches e instrumentos de todo tipo, fue objeto de un detallado examen por parte de una cuadrilla formada por gentes dedicadas al espectáculo. La pintaron, la midieron, la vistieron, la manosearon y, cuando estuvo lista, el jefe de todo aquello le espetó: “Venga Tina, dedícame una canción”. Al terminar, las sonrisas de satisfacción y los aplausos llenaron el ambiente. Eliseo no cabía en sí de gozo. Por fin, después de recorrerse media Norteamérica, parecía que había hecho un buen negocio.

                Le pusieron un jugoso contrato por delante. Consistía en sustituir a Tina Turner en la mayor parte de actos públicos en su próxima gira por Europa. La cantante no pasaba por muy buena racha y quería prodigar lo menos posible sus apariciones públicas, dejando sus fuerzas para las actuaciones. Las sustituciones contratadas no incluían ruedas de prensa ni comunicación verbal alguna fuera de algún saludo esporádico. Se limitaría a una sustitución física claro que, dado que cantaba igual que la Turner, siempre podía ocurrir algún imprevisto. La mente se le iba en imaginar una vida junto a la reina del rock.

                Nada más lejos de la realidad. El doblaje llegó a ser tan perfecto que nunca coincidió con su idolatrada artista, aunque sí se vio obligada a ejecutar alguna que otra “private dancing”. Con ocasión del espectáculo previsto en una ciudad del sur de España conoció a Ramón, de sangre gitana y fuego en el cuerpo, y se quedó con él. Ahora era la doble de la protagonista de la función llamada “Tina Turner Tribute”.