sábado, 18 de febrero de 2023

 

REENCUENTRO

­           --Siento llegar tarde, dijo Paula a modo de saludo desprendiéndose del chubasquero chorreante de agua y colocando a un lado de la mesa el paraguas, --me surgió un imprevisto.

          A Silvia no le importó. La había estado esperando durante un buen rato en el mismo rincón pegado a la ventana en el que, cinco años antes, se habían despedido. Era una cafetería encantadora del Barrio Latino, llena de gente variopinta en la que podían pasar desapercibidas y contemplar al mismo tiempo el transcurrir de la vida.  El mismo sitio en el que fraguaron su plan y en el que se habían dicho adiós.

        Se conocieron cuando las dos trabajaban en el Museo De Orsay. Paula era conservadora y Silvia vigilante. Ambas eran jóvenes y ambiciosas y en seguida surgió entre ellas una conexión que iba mucho más allá de las palabras. Sin embargo, ya fuera por el trajín diario, ya por una cierta reticencia combinada con la precaución propia de personas precavidas, tardaron en entablar amistad.   

       No fue sino a raíz del cierre temporal del museo debido a un inventario de unas de las salas dedicadas al arte postimpresionista cuando tuvieron ocasión de entablar la primera conversación. Y detrás de esta muchas más. Hasta la última, en el mismo sitio y a la misma hora. Hoy, después de tanto tiempo, volvían a encontrarse.

       ­--Recibí tu postal desde Nueva Zelanda--, dijo Silvia.--No sabía que ibas a trasponer a las antípodas--.

          --Sabes que para mí era importante desaparecer y cambiar de hábitos. Mereció la pena servir copas en algunos bares de Bay of Plenty y en los ratos libres surfear como si no hubiera un mañana. Era la tapadera perfecta. Después desaparecía durante varias semanas y disfrutaba de la buena vida. ¿Y a ti como te ha ido?

             --No fui tan osada como tú, aunque ello me obligó a tomar muchas más precauciones. Conservé mi puesto en el museo durante varios meses hasta que, con ocasión de un percance, solicité la baja y de ahí a la excedencia fue sólo cuestión de tiempo.

            --¿Y te has dedicado al “dolce far niente” sin salir del país?, preguntó Paula.

            --Ya te digo, preferí ir más despacio y no modifiqué mis hábitos de vida. Me compré una granja en el valle del Loira, la misma que perteneció a mis abuelos y que perdieron a raíz de la guerra. Podrás entender que para ello solicité una cuantiosa hipoteca que aparentemente pago con gran esfuerzo todos los meses. Pero soy feliz.    

                La lluvia había llenado el local. A pesar del barullo de conversaciones ajenas un silencio se hizo entre las dos mientras sus miradas se chocaban. Paula deshizo la magia volviendo sus ojos hacia la cristalera.

             --¿Volviste a ver ese tipo?, preguntó.

             -- No voluntariamente, contestó Silvia. Hace un par de años, una mañana subiendo las escaleras del metro en Montparnasse, alguien me saludó quitándose el sombrero al pasar junto a mí. Era él.

              --¿Cómo lo haría?

              --¡A saber! Quizás tenía contactos en algún Emirato Arabe, con la mafia rusa o los magnates americanos.

                Paula alza el brazo llamando al camarero.

             --Por favor, una botella de Moet Chandon.

                 

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