EL DUQUE
Con la última luz de la tarde
Eusebio depositó un pequeño ramo de margaritas blancas y amarillas sobre la
tumba de piedra labrada bajo la que reposaban los restos del Duque en el
pequeño cementerio circundado por cipreses, situado en un promontorio entre la
playa y el cielo. Habían tenido una bonita amistad a la que había regalado
algunos años de su vida.
Eusebio conoció al Duque siendo muy
joven cuando se ganaba el sustento diario trapicheando de trabajo en trabajo y
haciendo esporádicos y turbios encargos a lo largo de la costa con la pequeña
embarcación que su padre, pescador de generaciones, le había dejado en
herencia. Por aquél entonces, superadas las limitaciones económicas derivadas
de la Segunda Guerra Mundial, las clases altas y aristocráticas de la sociedad
europea, acompañadas siempre de acólitos, profesionales y aficionados al
artisteo, habían empezado a descubrir el rústico encanto de los humildes
pueblos de la costa gaditana.
A pesar de su origen ilustre y de su
atuendo impecable, el Duque era un tipo campechano y cordial. Gustaba de
acercarse a la taberna del puerto y confraternizar con los parroquianos
habituales. En una noche estrellada de verano virginal Eusebio y el Duque,
después de cantar fandangos a todo pulmón, acabaron compartiendo una botella de
ron a la orilla del mar. A partir de ahí, Eusebio se hizo imprescindible en la
vida ociosa y regalada del Duque. Vivir sin trabajar constituye una auténtica
profesión y hay que saber rodearse de las personas adecuadas que faciliten su desarrollo.
El Duque había comprado un antiguo
cortijo cercano a las playas situadas al oeste del pueblo al que se llegaba por
una sinuosa senda entre retamas y pinos. El aspecto ruinoso de la casa
principal fue trocado por una auténtica finca andaluza donde guarecerse del
fuerte viento de levante que frecuenta aquellas tierras y a sus gentes de una
forma tan particular que es rumor asentado, y asumido como una verdad
incontestable, la pérdida de lucidez en noches de luna llena.
En su cometido de subalterno a las
órdenes del Duque, Eusebio se encargaba de las más diversas faenas. Una de las
principales y más frecuentes consistía en facilitar el suministro de todo lo
necesario para agasajar a los huéspedes de alcurnia que periódicamente le
visitaban, ardua tarea en tiempos de difíciles comunicaciones y restricciones
mercantiles, en una España que a duras penas empezaba a salir del marasmo
social y económico provocado por la lucha fraticida de la Guerra Civil.
Una mañana que presagiaba el
anticipo del primer levante otoñal, el Duque se sinceró con Eusebio
confesándole que la próxima fiesta a celebrar constituía uno de los mayores
retos de su vida social en los últimos años, dada la categoría de los
invitados, entre los cuales se incluían varios títulos de la nobleza alemana y
una princesa de origen bávaro a quien el Duque pretendía incluir entre sus
múltiples conquistas.
Agotado de dar vueltas en el desvelo
de una madrugada interminable, Eusebio llegó a la conclusión de que la única
forma de cumplir debidamente el encargo era buscar el aprovisionamiento de los
manjares requeridos en la vecina Gibraltar, donde había crecido un comercio
floreciente de productos tales como champagne, ostras, caviar y otras
exquisiteces gracias al estraperlo. Esporádicamente había hecho algunas
incursiones al Peñón donde tenía contactos en el mundo del contrabando a
pequeña escala. Sin embargo, Eusebio no las tenía todas consigo pues era
conocedor de la férrea vigilancia ejercida por la Guardia Civil a lo largo de
la costa.
Una noche cerrada y silenciosa de
luna nueva, con el mar en calma y las estrellas como único testigo, Eusebio se
hizo a la mar siguiendo la ruta de la costa a una distancia lo suficientemente
prudente. Empezaba a clarear cuando, ya de vuelta y con la carga a bordo, a la
altura de Punta Mala, fue avistado por la patrulla apostada en el Faro de
Carbonera. Eusebio supo aceptar la derrota. Por sus venas corría sangre de
caballero español.
El día que Eusebio salió de prisión,
tres años después, un chófer uniformado le abrió la puerta de atrás de un Aston
Martin DB2. El Duque, impoluto y con algunos reflejos canosos en su lustrosa
cabellera, lo recibió con un efusivo abrazo, aguados sus brillantes ojos
azules. Recuperaron los años de encierro con un pantagruélico almuerzo en el
barrio de la Viña y un largo paseo por La Caleta, lugar de despedida de los que
se van, punto de encuentro de los que se quedan.
Varias décadas más tarde, sentado
frente al mar degustando un whisky con hielo, Eusebio releía la misiva recibida
en la que se le comunicaba el haber sido distinguido con una estrella Michelín.
Los conocimientos adquiridos en las cocinas carcelarias fueron debidamente
completados con un curso en la prestigiosa escuela parisina “Cordon Bleu”. Su
maestría y sencillez junto con el carisma y don de gentes del aristócrata
hicieron el resto. Dirigía con mano firme y refinamiento ilustrado, no exento
de cierta rudeza de la que nunca pudo desprenderse, uno de los restaurantes más
aclamados de la costa gaditana. El restaurante se llama “El Duque”.