miércoles, 13 de noviembre de 2024

 

EL DUQUE


            Con la última luz de la tarde Eusebio depositó un pequeño ramo de margaritas blancas y amarillas sobre la tumba de piedra labrada bajo la que reposaban los restos del Duque en el pequeño cementerio circundado por cipreses, situado en un promontorio entre la playa y el cielo. Habían tenido una bonita amistad a la que había regalado algunos años de su vida.

           

            Eusebio conoció al Duque siendo muy joven cuando se ganaba el sustento diario trapicheando de trabajo en trabajo y haciendo esporádicos y turbios encargos a lo largo de la costa con la pequeña embarcación que su padre, pescador de generaciones, le había dejado en herencia. Por aquél entonces, superadas las limitaciones económicas derivadas de la Segunda Guerra Mundial, las clases altas y aristocráticas de la sociedad europea, acompañadas siempre de acólitos, profesionales y aficionados al artisteo, habían empezado a descubrir el rústico encanto de los humildes pueblos de la costa gaditana.

           

            A pesar de su origen ilustre y de su atuendo impecable, el Duque era un tipo campechano y cordial. Gustaba de acercarse a la taberna del puerto y confraternizar con los parroquianos habituales. En una noche estrellada de verano virginal Eusebio y el Duque, después de cantar fandangos a todo pulmón, acabaron compartiendo una botella de ron a la orilla del mar. A partir de ahí, Eusebio se hizo imprescindible en la vida ociosa y regalada del Duque. Vivir sin trabajar constituye una auténtica profesión y hay que saber rodearse de las personas adecuadas que faciliten su desarrollo.

 

            El Duque había comprado un antiguo cortijo cercano a las playas situadas al oeste del pueblo al que se llegaba por una sinuosa senda entre retamas y pinos. El aspecto ruinoso de la casa principal fue trocado por una auténtica finca andaluza donde guarecerse del fuerte viento de levante que frecuenta aquellas tierras y a sus gentes de una forma tan particular que es rumor asentado, y asumido como una verdad incontestable, la pérdida de lucidez en noches de luna llena.

 

            En su cometido de subalterno a las órdenes del Duque, Eusebio se encargaba de las más diversas faenas. Una de las principales y más frecuentes consistía en facilitar el suministro de todo lo necesario para agasajar a los huéspedes de alcurnia que periódicamente le visitaban, ardua tarea en tiempos de difíciles comunicaciones y restricciones mercantiles, en una España que a duras penas empezaba a salir del marasmo social y económico provocado por la lucha fraticida de la Guerra Civil.

 

            Una mañana que presagiaba el anticipo del primer levante otoñal, el Duque se sinceró con Eusebio confesándole que la próxima fiesta a celebrar constituía uno de los mayores retos de su vida social en los últimos años, dada la categoría de los invitados, entre los cuales se incluían varios títulos de la nobleza alemana y una princesa de origen bávaro a quien el Duque pretendía incluir entre sus múltiples conquistas.

 

            Agotado de dar vueltas en el desvelo de una madrugada interminable, Eusebio llegó a la conclusión de que la única forma de cumplir debidamente el encargo era buscar el aprovisionamiento de los manjares requeridos en la vecina Gibraltar, donde había crecido un comercio floreciente de productos tales como champagne, ostras, caviar y otras exquisiteces gracias al estraperlo. Esporádicamente había hecho algunas incursiones al Peñón donde tenía contactos en el mundo del contrabando a pequeña escala. Sin embargo, Eusebio no las tenía todas consigo pues era conocedor de la férrea vigilancia ejercida por la Guardia Civil a lo largo de la costa.

 

            Una noche cerrada y silenciosa de luna nueva, con el mar en calma y las estrellas como único testigo, Eusebio se hizo a la mar siguiendo la ruta de la costa a una distancia lo suficientemente prudente. Empezaba a clarear cuando, ya de vuelta y con la carga a bordo, a la altura de Punta Mala, fue avistado por la patrulla apostada en el Faro de Carbonera. Eusebio supo aceptar la derrota. Por sus venas corría sangre de caballero español.

           

            El día que Eusebio salió de prisión, tres años después, un chófer uniformado le abrió la puerta de atrás de un Aston Martin DB2. El Duque, impoluto y con algunos reflejos canosos en su lustrosa cabellera, lo recibió con un efusivo abrazo, aguados sus brillantes ojos azules. Recuperaron los años de encierro con un pantagruélico almuerzo en el barrio de la Viña y un largo paseo por La Caleta, lugar de despedida de los que se van, punto de encuentro de los que se quedan.

 

            Varias décadas más tarde, sentado frente al mar degustando un whisky con hielo, Eusebio releía la misiva recibida en la que se le comunicaba el haber sido distinguido con una estrella Michelín. Los conocimientos adquiridos en las cocinas carcelarias fueron debidamente completados con un curso en la prestigiosa escuela parisina “Cordon Bleu”. Su maestría y sencillez junto con el carisma y don de gentes del aristócrata hicieron el resto. Dirigía con mano firme y refinamiento ilustrado, no exento de cierta rudeza de la que nunca pudo desprenderse, uno de los restaurantes más aclamados de la costa gaditana. El restaurante se llama “El Duque”.


domingo, 8 de septiembre de 2024

EL COLECCIONISTA

 

            Ovidio Carvajal siempre fue un maniático de las colecciones. Su afición comenzó de muy pequeño cuando su abuelo, carlista convencido, le llevaba de museo en museo por las ciudades del norte de España en las que la confrontación monárquica se hizo más acervada y donde los partidarios de Carlos María Isidro llegaron a ser más fuertes, sobre todo en Navarra y las Provincias Vascongadas. Su abuelo estaba seguro de que un antepasado suyo, Lorenzo de Carvajal, había sido integrante del ejército formado por el general Zumalacárregui luchando por los derechos dinásticos del llamado por ellos Carlos V. Ovidio consideraba como un hito en su historia personal del coleccionismo aquel día en el que con apenas siete años, su abuelo le enseñó el Museo del Carlismo de Estella, sito en el Palacio del Gobernador de esa pequeña localidad navarra. Con los ojos asombrados de la infancia quedó impresionado por los sables, espadas, puñales, bayonetas y otras armas usadas en el siglo XIX, por el estandarte real del aspirante al trono, por las indumentarias diversas y variadas, desde las usadas por la soldadesca hasta los uniformes de los más altos mandos.


                                                         El coleccionista de estampas

                                                                                 MUSEO DEL PRADO

            Ovidio Carvajal comenzó su colección de coches en miniatura en el colegio. Como todos los niños de aquellas otras generaciones, hoy tan lejanas, llevaba en la cartera la libreta de caligrafía, un lápiz y una goma, el bocadillo de mortadela que su madre le preparaba y sus coches. Le tocaban en una rifa de la feria, venían de regalo sorpresa al comprar en la tienda de comestibles del barrio las nuevas galletas para merendar, los cambiaba por cosas que los demás ansiaban, como una goma de borrar nueva o un puñado de canicas. Su tío Aurelio, que había emigrado a Argentina cuando era joven, le trajo en las Navidades de sus nueve años una caja repleta de reproducciones en miniatura de los más diversos modelos, en la que se incluían desde el tan español Seiscientos hasta un Ferrari, un Lamborgini y un Rolls Royce.

            Ovidio Carvajal siempre fue algo retraído. Sólo disfrutaba de la compañía de su amigo Antoñito, con el que disertaba largamente de su afición. Al comenzar la adolescencia huía de los grupos de chicos y sus conversaciones vagas y ociosas, no tanto por menosprecio sino por auténtica timidez.

            --¡Ovidio!, le gritaban sus compañeros de clase, ¿por qué no vienes a la charca del pozo viejo a bañarte? Estarán las niñas.

            Sólo de pensar en que pudieran ver sus piernecillas delgadas y ese vello superficial que le empezaba a crecer por todos el cuerpo le hacía subir los colores y le provocaba encerrarse en su cuarto hasta que se le pasara la vergüenza. De ese modo dispuso de mucho tiempo en los antiguos veranos de una ciudad de provincias y así comenzó su colección de sellos. Recortaba los sellos de las cartas que llegaban a su casa, a las de sus vecinos y parientes, a los comercios de alrededor e incluso osaba pedírselos al cartero por si caía alguno. Los sumergía en el lavabo del baño y con suma delicadeza los despegaba, colocándolos en una toalla limpia hasta que se secaban al aire. Cuando tuvo un bote lleno se dijo que su colección merecía una exposición de mayor categoría. En la esquina de la plaza de la Iglesia de San Faustino, que quedaba a dos calles de su casa, había una librería papelería en la que vendían de todo: desde plumas estilográficas hasta recortables de bonitas casas y castillos. El día que cumplió trece años acudió presuroso a invertir en un flamante álbum el regalo de su tía Amelia, su madrina de bautizo: un billete de cien pesetas que tenía la cara de Gustavo Adolfo Bécquer por un lado y por el otro la catedral de Sevilla y una señorita con un paraguas algo extraño y un libro en las manos, a quien Ovidio en secreto contemplaba con cierta intriga y delectación.  

            Ovidio Carvajal nunca fumó. Jamás osó probar, ni siquiera en las escapadas adolescentes, cuando sus amigos se escondían detrás de los cañizos de los cañaverales en las riberas del río y se perdían a ratos en los bailes que organizaban en los bajos de las casas viejas de su barrio para encenderse los primeros pitillos. Le asustaba ese toser continuo y repetitivo de las primeras caladas. Pero el abuelo, el padre y los tíos de Ovidio sí fumaban. Y desperdigadas por su casa empezó a recoger las cajas de cerillas de antaño, esas que enseñaban a la par que contenían los fósforos. Las había que mostraban animales o plantas, imágenes de tauromaquia, las caras de futbolistas, trajes antiguos, vestidos regionales. Pero a Ovidio las que más le gustaban eran las que su primo Gervasio, diez años mayor que él y que vivía en Tolousse, se dejaba olvidadas en sus vacaciones españolas y las que, más tarde, cuando se enteró de su afición, le fue enviando desde el país galo y cuya sola contemplación le deleitaba. Las cajetillas ofrecían unos colores y dibujos novedosos y vanguardistas, los nombres franceses le parecían algo extravagante. Podía pasarse horas contemplando y pronunciando esas palabras con sonido transpirenaico: “allumetes de sureté”.

            Ovidio Carvajal adoraba las chapas de las botellas. Los domingos y las fiestas de guardar, después de misa, sus padres echaban un rato en el bar del barrio y él mientras tanto, se entretenía en recogerlas entre las piernas del festivo paisanaje.

            --Niño, deja ya de corretear por el suelo.

            --Deja al chiquillo, que sólo se está entreteniendo.

            --Ovidio me han dicho que coleccionas chapas ¿cuántas tienes?

            --Chaval, toma unas cuantas que te he traído.

            Las había de todos los colores: rojo colorado, naranja chispeante, azul piedra, marrón canela, amarillo limón, verde hoja. Las había de las bebidas más variadas: coca-cola, mirinda, casera, cervezas de montones de marcas, fanta de naranja y de limón, bitter kas, tónica sweeps. Con los años, su avidez de coleccionista fue recompensada con la no menos avidez del capitalismo rampante y su colección aumentó con chapas de líquidos impensables en su infancia: aguas con sabores de lo más variado, zumos de frutas exóticas, isotónicos insípidos y otras inimaginables décadas atrás.

            Ovidio Carvajal era soltero. Sacó unas oposiciones al Ayuntamiento de su ciudad y trabajaba de funcionario. Por las tardes se dedicaba a sus colecciones que, como todas las colecciones, tienen la cualidad de interminables. A pesar de su aire tristón y apacible, su mayor sueño era realizar un viaje a lo largo de Africa en busca de las máscaras originarias de los pueblos y las tribus de ese continente que le fascinaba. Incluso tenía un espacio destinado al fruto de su ilusión por si llegaba el día, aunque era consciente de que un viaje de tal envergadura le llevaría meses, incluso años y que suponía el gasto de un dinero que nunca iba a tener.   

            En su perseverante manía de coleccionista, a Ovidio Carvajal se le ocurrió una idea genial. Con su amigo Antoñito, se dedicaron a leer todas las esquelas que aparecían en los periódicos locales, provinciales y regionales. Sabían que en muchas ocasiones, cuando alguien fallece, no hay sucesores y en muchas otras, sus propios herederos desechan lo que ha sido toda una vida para quien ya no está o está en otra dimensión, quién sabe. De esta forma, durante las semanas siguientes al óbito de quien con más o menos ostentación se publica en los diarios, se dedicaban a localizar y acechar los alrededores de las ahora deshabitadas viviendas.

            Ovidio Carvajal había alquilado un almacén en el polígono industrial pues el incremento de los años y de sus recopilaciones no era proporcional sino progresivo. Distribuyó sus distintas colecciones en el espacio diáfano del local, aumentadas con los bártulos provenientes de sus andanzas detectivescas y allí pasaba la mayor parte de las tardes, colocando y volviendo a colocar los objetos que iba obteniendo, restaurando alguna pieza deteriorada, paseándose con parsimonia entre los elementos más admirados.

            Una tarde templada de final de septiembre, de azul cielo exultante y sol melancólico, Ovidio Carvajal se hallaba en su museo-taller con la radio de fondo y reparando con cola y pintura granate la indumentaria de un guerrero mongol integrante del ejército de Gengis Kan. En un primer momento Ovidio no prestó mucha atención, enfrascado como estaba en esa afición suya que le daba razón a su existencia cuando, por una de esas iluminaciones intuitivas escuchó al conocido locutor local: “Se ha extraviado el famoso cuadro El encuentro de Santa Teresa y la Princesa de Eboli, perteneciente desde hace generaciones al patrimonio de la conocida familia Martínez-Rocha. Les recordamos que hace unas semanas falleció Don Genaro Martínez-Rocha y Pérez del Pulgar, a cuyo entierro acudieron las más altas personalidades de la provincia. Don Genaro había concertado la cesión de la obra a un conocido museo de Madrid para una exposición temporal a celebrar en próximas fechas. Sus herederos no consiguen localizar la célebre pintura, constituyendo un misterio dónde puede haber ido a parar.”


sábado, 30 de marzo de 2024

 

EL TUMULO

        Gonzalo Fernández no había vuelto a pisar esa playa desde hacía más de tres años. Entonces formaba parte de la tripulación del bergantín Nuestra Señora de Guadalupe, el cual, a pesar del nombre, estaba lejos de ser fiel reflejo del camino cristiano. Por lo visto se lo puso el armador por una promesa que hizo en Méjico a la mismísima Virgen de Guadalupe, cuentan que después de verse metido en ciertos asuntos turbios de los que consiguió salir bien parado.


         

        Habían levado anclas con las primeras luces del día para internarse por un archipiélago plagado de islas diminutas entre atolones de coral. Para sortearlas era necesario aprovechar la claridad fulgurante de un luminoso día sin una gota de viento que hacía del mar un espejo invertido en el que se reflejaba el fondo marino. Gonzalo, a pesar de conocer los peligros de las maniobras a realizar, se las veía felices dando órdenes a la marinería desde el puente de mando.

                -Contramaestre Fernández, prepárese para desembarcar con tres marineros de su elección en la isla central de las tres situadas a babor en misión de reconocimiento.

                - Pero mi capitán …- intentó argumentar Gonzalo.

                -¿He de repetírselo?

        Gonzalo desistió. Las órdenes del capitán eran de cumplimiento inmediato. Era este un tipo rudo, áspero en sus maneras y riguroso en el cumplimiento del deber. No valía la pena exponerse a una reprimenda de su superior por el propósito de hacerle saber que conocía los peligros de desembarcar e internarse en aquéllas islas, así que escogió a tres marineros, bien conocidos por él: el grumete Jáuregui, al que buena falta le hacía soltarse un poco, Alonso el de Jérez, una mole capaz de enfrentarse a todo y García, conocido como “el francés” porque había sido apresado por los franceses durante la Guerra de la Independencia y obligado a luchar con el ejército gabacho en las estepas rusas.

      Armados con un par de bayonetas y tres fusiles de asalto arriaron el bote del pescante superior de estribor y antes de lo que pensaban estaban pisando la finísima arena blanca que daba la bienvenida a la isla antes de ser engullida por un entramado de exuberante y variopinta vegetación, además de una heterogénea y desconocida fauna para unos representantes de la Hispania más auténtica. Tampoco a sus compañeros de obligada aventura les participó de sus previos conocimientos sobre aquel lugar abandonado del mundo.

       Había que repartirse el terreno. Alonso dijo que él sólo se bastaba y sin mediar palabra se internó a machetazos entre las primeras palmeras. García cogió al inexperto joven hacia el pequeño promontorio que asomaba entre el verdor en busca de agua potable, y él se quedó a hacer la ronda por las playas circundantes, que no le eran tan desconocidas. En su otra vida se había dedicado a la piratería durante un buen puñado de años. El ansia de aventura y de salir de la miseria de su pequeña aldea extremeña le había llevado a incorporarse a tripulaciones de dudosa reputación. Vivió aventuras y salió de la miseria, pero nunca se hizo rico con tesoros de buques atracados ni descubriendo oro dónde sólo había piedras.

       Después de caminar un rato y siempre atento, se sentó en un tronco de palmera cercano a la orilla. Sacó su navaja y comenzó a desbrozar la corteza en un ejercicio de divertimento artístico. Decidió dejar su impronta en aquella pequeña isla y se adentró entre los primeros arbustos buscando un par de piedras. Cuál fue su asombro al darse de bruces con un túmulo repleto de ellas dominado por una cruz de piedra en la que se podía leer: “Aquí yace Gastón Vallejo el Saqueador, terror de los Mares del Sur, famoso por sus conquistas y rico por sus tesoros”. Al inclinarse, Gonzalo constató que la erosión del viento y la lluvia habían dejado al descubierto una argolla corroída por el tiempo.  

               

lunes, 24 de julio de 2023

 

VAYA

He vivido casi toda mi vida en democracia. A partir de los dieciocho años pude votar y lo hice. Muchas veces. Con la madurez vino una época de total y absoluto desencanto de la que por cierto no he salido, que me empujaba a no votar, a no participar de un sistema que, aun sabiéndolo el menos malo, prescinde de tener como primer objetivo al ciudadano y lo sustituye por un establisment donde prima una casta formada por infinitos elementos encargados de protegerse a sí mismos por encima de cualquier otra consideración. Tuve que trabajarme bastante para conseguir superar esa educación judeo-cristiana que nos ha llevado a buena parte de varias generaciones a hacer lo que se debe, lo correcto, lo que está bien. Lo conseguí satisfactoriamente y pude soportar el peso de mi conciencia no acudiendo a las urnas algunas veces. 

          El domingo 23 de julio sí fui a votar. Incluso estuve escuchando los resultados electorales en diversas cadenas de televisión, sorprendiéndome a mí misma dado que por norma no escucho ni veo a ningún político. Debió deberse a una especie de “morbo” causado por la canícula y el cansancio acumulado. Trabajar en verano en España es duro y en la costa del sur de España puede tener ciertos efectos secundarios. O quizás esta novedad de convocatoria inmediata, en pleno julio tras unas elecciones municipales y autonómicas no muy favorables al gobierno, creaba en mí una expectación de la que ya me creía bastante libre. Lo achacaré a simple aburrimiento de domingo estival interminable. Cuando el escrutinio iba por el 95 % apagué la televisión me puse a leer. “El Gatopardo”. Es muchísimo más gratificante y en muchas ocasiones ayuda de forma inestimable a sobrellevar el peso de la existencia y a tratar de entender la razón de la misma. Guissepe de Lampedusa dibujó el panorama social y político de la Sicilia rural de mediados del siglo XIX de forma magistral. Ya me gustaría poder reflejar mínimamente el panorama de este día un tanto extraño. Lo intentaré.

       Desde que llegué al despacho esta mañana temprano, a través de la ventana abierta rogando para que entrara algo de brisa, me llegaba un sonido distinto al de otras mañanas. Intenté achacarlo a que mis oídos no andan bien y que los baños, el calor y la humedad deben afectar a los conductos auditivos y provocar ciertas reverberaciones y resonancias distintas a las habituales. No quedé libre tampoco de fustigarme con que los años no pasan en balde. Más tarde tenía cita en la Notaría con un matrimonio inglés. Me sorprendí que a media mañana y en pleno verano la oficina del Notario no estuviera desbordada como es usual. Me dio la sensación de que todo iba a cámara lenta, hasta las conversaciones parecían algo pausadas y susurrantes. Durante la espera, preparando la documentación, en los saludos habituales, seguía sintiendo un rumor espeso envolviéndolo todo. Al volver a la calle, sin dejar de apreciar la grandeza de un país que continua en paz su devenir diario después de unas elecciones que no dejan nada claro la gobernabilidad y el futuro de España, me dio la sensación de percibir miradas huidizas y algo perdidas, los contornos de las personas con las que me cruzaba desdibujados e imprecisos, los colores de los coches, de las casas, de las ropas, desvaídos y borrosos, mientras un silencio opaco lo envolvía todo apagando la luz cegadora de un lunes de julio.


        
         Mi hija me ha mandado un vídeo del “informativo matinal para ahorrar tiempo” de Angel Martín. Con su ritmo habitual y en apenas dos o tres minutos ofrece el resumen de la noticia del día después, para terminar con una recomendación: si no quieres monotema responde con un “vaya”, ajustando en su caso la entonación según las circunstancias: ¡vaya! ¿vaya? Vaya, vaya-vaya …, todo ello para evitar mucho “vampiro chupa tiempo y energía.” Aplicando el consejo recibido: creo que al día de hoy le voy a responder con un “VAYA”.

sábado, 18 de febrero de 2023

 

REENCUENTRO

­           --Siento llegar tarde, dijo Paula a modo de saludo desprendiéndose del chubasquero chorreante de agua y colocando a un lado de la mesa el paraguas, --me surgió un imprevisto.

          A Silvia no le importó. La había estado esperando durante un buen rato en el mismo rincón pegado a la ventana en el que, cinco años antes, se habían despedido. Era una cafetería encantadora del Barrio Latino, llena de gente variopinta en la que podían pasar desapercibidas y contemplar al mismo tiempo el transcurrir de la vida.  El mismo sitio en el que fraguaron su plan y en el que se habían dicho adiós.

        Se conocieron cuando las dos trabajaban en el Museo De Orsay. Paula era conservadora y Silvia vigilante. Ambas eran jóvenes y ambiciosas y en seguida surgió entre ellas una conexión que iba mucho más allá de las palabras. Sin embargo, ya fuera por el trajín diario, ya por una cierta reticencia combinada con la precaución propia de personas precavidas, tardaron en entablar amistad.   

       No fue sino a raíz del cierre temporal del museo debido a un inventario de unas de las salas dedicadas al arte postimpresionista cuando tuvieron ocasión de entablar la primera conversación. Y detrás de esta muchas más. Hasta la última, en el mismo sitio y a la misma hora. Hoy, después de tanto tiempo, volvían a encontrarse.

       ­--Recibí tu postal desde Nueva Zelanda--, dijo Silvia.--No sabía que ibas a trasponer a las antípodas--.

          --Sabes que para mí era importante desaparecer y cambiar de hábitos. Mereció la pena servir copas en algunos bares de Bay of Plenty y en los ratos libres surfear como si no hubiera un mañana. Era la tapadera perfecta. Después desaparecía durante varias semanas y disfrutaba de la buena vida. ¿Y a ti como te ha ido?

             --No fui tan osada como tú, aunque ello me obligó a tomar muchas más precauciones. Conservé mi puesto en el museo durante varios meses hasta que, con ocasión de un percance, solicité la baja y de ahí a la excedencia fue sólo cuestión de tiempo.

            --¿Y te has dedicado al “dolce far niente” sin salir del país?, preguntó Paula.

            --Ya te digo, preferí ir más despacio y no modifiqué mis hábitos de vida. Me compré una granja en el valle del Loira, la misma que perteneció a mis abuelos y que perdieron a raíz de la guerra. Podrás entender que para ello solicité una cuantiosa hipoteca que aparentemente pago con gran esfuerzo todos los meses. Pero soy feliz.    

                La lluvia había llenado el local. A pesar del barullo de conversaciones ajenas un silencio se hizo entre las dos mientras sus miradas se chocaban. Paula deshizo la magia volviendo sus ojos hacia la cristalera.

             --¿Volviste a ver ese tipo?, preguntó.

             -- No voluntariamente, contestó Silvia. Hace un par de años, una mañana subiendo las escaleras del metro en Montparnasse, alguien me saludó quitándose el sombrero al pasar junto a mí. Era él.

              --¿Cómo lo haría?

              --¡A saber! Quizás tenía contactos en algún Emirato Arabe, con la mafia rusa o los magnates americanos.

                Paula alza el brazo llamando al camarero.

             --Por favor, una botella de Moet Chandon.

                 

sábado, 7 de enero de 2023

 


LA DOBLE


                “Tienes las mismas piernas que Tina Turner”, le repetían sin cesar cada vez que cogía el micrófono en el garito del barrio donde cantaba los sábados por la noche, arrullada por la multitud de insectos y otras variadas especies del reino animal que hacían de las riberas del Misisipi una filarmónica natural, acorde con los tiempos ecologistas que corrían.

                A sus antepasados los trajeron aherrojados del Africa Central hacía tres siglos, y varias generaciones gastaron sus vidas sirviendo a los blancos entre canto y canto. Dicen que de esta manera lograban conectar con los espíritus que dejaron allá y que se elevaban hacia un estado que les hacía más llevadera la esclavitud. Lo mismo ocurría en todo el Caribe. La música era la mayor manifestación de la multiculturalidad dominante, fruto de la influencia africana, latinoamericana, española y francesa de Nueva Orleans.

                Ella no iba a ser menos pues con esa voz y esas piernas ¿qué mejor que dedicarse a cantar? A fin de cuentas había logrado subir algunos peldaños en la escala social frente a la mísera infancia que pasó entre chabolas. En esas estaba, cantando sin mirar a nadie en particular y dándole vueltas a lo que podía llevarse hoy entre el pago y las propinas, cuando oyó una voz: “-¡eh tú morena! dedícame una canción”.

                No sabe si fue la sesión de vudú de la noche anterior en la que hizo diversas  invocaciones, el simple azar o el sujeto que le interpeló, con aspecto de “bon vivant sureño”, lo que le llevó a entonar “Private Dancer”. No podía imaginar hasta qué punto su letra sería premonitoria, pues recién terminada la canción Eliseo, tal era su nombre, se le acercó y, cogiéndola suavemente por el brazo al mismo tiempo que con una firme mirada ordenaba al jefe de todo aquello a no chistar, la sentó en una mesa algo apartada con una copa del mejor ron que hubiera probado nunca y que con seguridad no era el que se servía habitualmente entre los clientes corrientes.  

                Eliseo se presentó como manager musical aunque como descubrió más tarde era algo así como un subagente que trabajaba para los auténticos. Le vendió que su curro consistía en localizar a futuras promesas de la canción cuando lo cierto es que esa búsqueda se centraba en encontrar a ingenuos artistas dotados de parecidos y similitudes suficientes para hacerlos pasar por los verdaderos. Pero ella no perdía nada con seguirle la corriente. Siempre había soñado con irse de aquella violenta ciudad llena de bandas de distinto pelaje.

                Así que metió lo indispensable en una vieja maleta de tela guardada debajo del camastro en el que dormía y se marchó con Eliseo a Baton Rouge, la capital, y donde se centraba ahora cualquier movimiento económico, después del huracán Katrina y la destrucción de buena parte de la ciudad. Eliseo la instaló en un motel de las afueras, le compró un sanchwich de crema de cacahuete algo rancia, y le dijo que descansara porque el día siguiente tenían mucho trabajo. Así ocurrió: en una especie de almacén, grande y destartalado, lleno de cachivaches e instrumentos de todo tipo, fue objeto de un detallado examen por parte de una cuadrilla formada por gentes dedicadas al espectáculo. La pintaron, la midieron, la vistieron, la manosearon y, cuando estuvo lista, el jefe de todo aquello le espetó: “Venga Tina, dedícame una canción”. Al terminar, las sonrisas de satisfacción y los aplausos llenaron el ambiente. Eliseo no cabía en sí de gozo. Por fin, después de recorrerse media Norteamérica, parecía que había hecho un buen negocio.

                Le pusieron un jugoso contrato por delante. Consistía en sustituir a Tina Turner en la mayor parte de actos públicos en su próxima gira por Europa. La cantante no pasaba por muy buena racha y quería prodigar lo menos posible sus apariciones públicas, dejando sus fuerzas para las actuaciones. Las sustituciones contratadas no incluían ruedas de prensa ni comunicación verbal alguna fuera de algún saludo esporádico. Se limitaría a una sustitución física claro que, dado que cantaba igual que la Turner, siempre podía ocurrir algún imprevisto. La mente se le iba en imaginar una vida junto a la reina del rock.

                Nada más lejos de la realidad. El doblaje llegó a ser tan perfecto que nunca coincidió con su idolatrada artista, aunque sí se vio obligada a ejecutar alguna que otra “private dancing”. Con ocasión del espectáculo previsto en una ciudad del sur de España conoció a Ramón, de sangre gitana y fuego en el cuerpo, y se quedó con él. Ahora era la doble de la protagonista de la función llamada “Tina Turner Tribute”.

               

               

miércoles, 12 de octubre de 2022

 


MAS ALLA DEL SINDROME DE STENDHAL

 

El “síndrome de Sthendal” es definido sintéticamente como “una enfermedad psicosomática provocada por una sobredosis de belleza”. Suele producirse ante una exposición de riquezas artísticas y puede generar alteraciones tales como palpitaciones, elevado ritmo cardíaco, confusión y otras similares.

 




         Más allá de profundizar en si se trata de una auténtica patología o de una sugestión artística, lo cierto es que me ayuda a comprender  ciertas situaciones que desde pequeña había experimentado y para las que no tenía explicación. Quizás lo llame así porque no he encontrado hasta la fecha otra expresión que pueda reflejar el sentimiento, siempre positivo incluso en grado superlativo, entre el placer y la emoción. Es por ello que abarca, en mi experiencia particular, mucho más que una reacción ante la belleza contemplada, ensanchando la vivencia a sentimientos y pensamientos atávicos que fluyeran por la sangre envolviendo mi cuerpo, mi mente y mi alma en un estado dotado de cierta ingravidez, como si pudiera contemplar las causas de dicho estado desde fuera pero a su vez éstas o los efectos de las mismas se insertaran firmemente en todas mis células, elevando mi espíritu.

 

Alguna vez lo he experimentado también con la literatura y recientemente en mi visita a Estambul. Sin duda viajar y sobre todo viajar con una mente abierta a lo que vas a ir descubriendo, te hace más humilde y ser consciente de una serie de prejuicios que nos acompañan queramos o no, aun cuando le pongamos empeño en no tenerlos. Contemplar el Bósforo a bordo de un barco en su camino al Mar Negro, mientras las dos orillas de distintos continentes te regalan la retina, sintiendo el mismo viento que infinitas generaciones desde el origen de los tiempos, ha de tener por fuerza algo de atávico.

 

Mi amor por la literatura tiene muchas causas aunque pienso que me acompaña desde antes de nacer. Y tengo el pleno convencimiento de que este caso particular de mi particular “síndrome de Stendhal” tiene su origen en José de Espronceda. En las escuelas de los años setenta y ochenta (no me atrevo a incluir años posteriores) leímos, memorizamos y recitamos año tras año la “Canción del Pirata”. No creo que nadie se la aprendiera entera, pero sin duda que los primeros cuatro versos no se olvidan por mucho que pasen los años

Con diez cañones por banda

viento en popa a toda vela

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín


Cuando la vida era más simple y el mundo más extenso, cuando las horas no iban tan rápido ni había tantas cosas que hacer, leer, recitar, pensar en la “Canción del Pirata” facilitaba imaginar cada una de las vivencias que incluye el poema. Desde muy pequeña soñé con tener a un lado Asia, al otro Europa, y allá, en su frente Estambul, sino como capitán pirata sí al menos como Pilar Marín, cantando alegre en la popa. Quizás no tiene demasiado mérito, puesto que hoy se viaja mucho y Turquía ya no está tan lejos. Sí lo tiene cuando es la culminación de unas letras insertas en el alma que te han ayudado a darle sentido a la vida.


 


Tengo algunas frases, dichos, refranes, expresiones favoritas. Las colecciono como si fueran sellos o monedas. Algunas en inglés o francés, únicos idiomas que domino levemente y no por ello constituye esta manía una extravagancia. La realidad es que suenan mejor en su propio idioma. “Gratitude is the sign of noble souls” es una de ellas. La nobleza de alma es sin duda una virtud digna de ser alcanzada y no sé si trabajo lo suficiente para conseguirlo. Sí sé que siento una enorme gratitud a la vida y a ciertas personas cuya nobleza me ha permitido escribir estas líneas. Y mucho más que no acierto a expresar con palabras.


 "Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar"