NO QUIERO JUGAR MAS A VIVIR MOMENTOS
HISTORICOS
Apagón total
en España. Dicen que también en Portugal y algunas zonas de otros países del
sur de Europa, aunque la información es confusa dado que el único medio de
comunicación que funciona es la radio. Suerte que cuando cumplí cincuenta años
pedí como regalo, para sorpresa de los donantes, un transistor. A pilas. De los
de toda la vida. No obstante el número de emisoras que llegan a mi aparato de
radio ha ido disminuyendo hasta llegar al punto de que las únicas que he podido
sintonizar han sido las locuciones emitidas desde las que son sufragadas por los
respectivos gobiernos, nacional y autonómico. Otras, que si bien contribuyen
aduladoramente en numerosas ocasiones al
mantenimiento de los diversos sistemas gubernamentales, son algo más
interesantes, pues ofrecen de tanto en tanto la sorpresa de algún valiente que
se sale del buenismo y orden establecido por las castas políticas. Debo
reconocer que por un momento más o menos largo he olvidado uno de los mantras
que he hecho mío alcanzada la madurez (“quien te enfada te domina”) y he
llegado a ofuscarme. Venezuela, Rusia y similares han aparecido en el
horizonte, sumado al dato de que la locutora de un programa radiofónico en
prime time y en un día como hoy parecía jactarse de no saber cómo se llamaba la
energía producida por la fuerza del agua. Se lo he dicho pero no me ha oído.
A mí el
apagón me ha pillado en una sala de reuniones situada en el sótano de un
pequeño hotel en la calle principal de San Pedro de Alcántara, con unas setenta
personas, el noventa por ciento de ellas extranjeras, con lo que el idioma y el
ambiente común era el inglés, que difiere en sus expresiones del español. Lo
que parecía un simple corte temporal de suministro empezó a agrandarse (las noticias,
como el agua, siempre afloran buscando sus caminos) y pasó a ser un apagón
general, completo y radical del fluido eléctrico.
Asumida la sorpresa de lo que ya se intuía iba a convertirse en otro momento histórico y con la paz mental de no encontrarme encerrada en un ascensor, en un avión lejos de tierra firme a la que asirme con la fuerza de mis pies o en un hospital pendiendo mi vida de un respirador, y como el ser humano es un animal de costumbres, a pesar de ser ya las dos de la tarde, la inercia me ha conducido a mi despacho, recordándome eso sí, que debía subir cinco pisos sin ascensor. Una vez dentro, como si el asunto no fuera conmigo, le doy al interruptor de la luz, abro la persiana y, cómo no, dirijo mi mano a encender el ordenador. Cuando parece que mi mente se acostumbra a un nuevo status quo, directa a la impresora a fotocopiar. Como nada funciona y a la vista del éxito, no me he dejado achantar: había ido a trabajar, algo tenía que hacer. He desplegado en la mesa tres expedientes antiguos con objeto de limpiarlos y archivarlos. A mano, con bolígrafo, en carpetas de papel, sin máquinas. Lo he considerado un pequeño triunfo en la batalla del mundo globalizado y dependiente en el que vivimos.
Con la
satisfacción del deber cumplido (pequeñísimo deber en el día de trabajo de un
autónomo) y de vuelta a casa con apetito, me digo que no importa la situación:
el almuerzo lo tengo solucionado ya que quedan una habichuelillas de ayer que
se pueden calentar en el microondas y pan para descongelar con el que preparar
un bocadillo. La mente sigue adaptada a sus hábitos, lo que viene a ser
ratificado porque a continuación me planteo en qué actividad productiva puedo
emplear mi tiempo: no tengo posibilidad de obtener notificaciones de los
Juzgados, presentar o enviar escrito alguno, liquidar unos impuestos pendientes
en la web de Hacienda, revisar las cuentas, ni siquiera hacer llamadas
pendientes con el fin de no gastar batería del teléfono. No puedo poner ni una
triste lavadora.
¿Qué mejor
que un buen libro? Perfecto. Pero va en conta de mi rutina laborable de un lunes: es hora de trabajo y no de lectura. Confío poder superar esta educación judeo-cristiana
del deber y en breve retomar la novela que estoy leyendo estos días. Por
cierto, muy entretenida. Antes, no obstante, poniéndome a prueba y con la
solapada finalidad de obtener otro pequeño triunfo, he cogido unos folios y un
bolígrafo y en una mesa he dedicado unos minutos de esta ajetreada existencia a
escribir este artículo. Para dejar constancia, para desfogarme, para sentir que
cumplo con mi cupo de laboriosidad diaria aunque sea fuera del mundo jurídico,
como reivindicación a la convicción de que los sumos poderes nunca nos contarán
la verdad. Pero me voy a dar el gusto de pensar que lo hago por el simple
placer de escribir. A mano, con tachaduras, con notas al margen, sin máquinas.
P.D.: al
término de escribir este pequeño relato sobre otro momento histórico sigo sin
poder sintonizar emisoras no gubernamentales. ¿Será cosa de mi viejo transistor?