jueves, 1 de mayo de 2025

 

NO QUIERO JUGAR MAS A VIVIR MOMENTOS HISTORICOS

 

            Apagón total en España. Dicen que también en Portugal y algunas zonas de otros países del sur de Europa, aunque la información es confusa dado que el único medio de comunicación que funciona es la radio. Suerte que cuando cumplí cincuenta años pedí como regalo, para sorpresa de los donantes, un transistor. A pilas. De los de toda la vida. No obstante el número de emisoras que llegan a mi aparato de radio ha ido disminuyendo hasta llegar al punto de que las únicas que he podido sintonizar han sido las locuciones emitidas desde las que son sufragadas por los respectivos gobiernos, nacional y autonómico. Otras, que si bien contribuyen aduladoramente  en numerosas ocasiones al mantenimiento de los diversos sistemas gubernamentales, son algo más interesantes, pues ofrecen de tanto en tanto la sorpresa de algún valiente que se sale del buenismo y orden establecido por las castas políticas. Debo reconocer que por un momento más o menos largo he olvidado uno de los mantras que he hecho mío alcanzada la madurez (“quien te enfada te domina”) y he llegado a ofuscarme. Venezuela, Rusia y similares han aparecido en el horizonte, sumado al dato de que la locutora de un programa radiofónico en prime time y en un día como hoy parecía jactarse de no saber cómo se llamaba la energía producida por la fuerza del agua. Se lo he dicho pero no me ha oído.

            A mí el apagón me ha pillado en una sala de reuniones situada en el sótano de un pequeño hotel en la calle principal de San Pedro de Alcántara, con unas setenta personas, el noventa por ciento de ellas extranjeras, con lo que el idioma y el ambiente común era el inglés, que difiere en sus expresiones del español. Lo que parecía un simple corte temporal de suministro empezó a agrandarse (las noticias, como el agua, siempre afloran buscando sus caminos) y pasó a ser un apagón general, completo y radical del fluido eléctrico.

            Asumida la sorpresa de lo que ya se intuía iba a convertirse en otro momento histórico y con la paz mental de no encontrarme encerrada en un ascensor, en un avión lejos de tierra firme a la que asirme con la fuerza de mis pies o en un hospital pendiendo mi vida de un respirador, y como el ser humano es un animal de costumbres, a pesar de ser ya las dos de la tarde, la inercia me ha conducido a mi despacho, recordándome eso sí, que debía subir cinco pisos sin ascensor. Una vez dentro, como si el asunto no fuera conmigo, le doy al interruptor de la luz, abro la persiana y, cómo no, dirijo mi mano a encender el ordenador. Cuando parece que mi mente se acostumbra a un nuevo status quo, directa a la impresora a fotocopiar. Como nada funciona y a la vista del éxito, no me he dejado achantar: había ido a trabajar, algo tenía que hacer. He desplegado en la mesa tres expedientes antiguos con objeto de limpiarlos y archivarlos. A mano, con bolígrafo, en carpetas de papel, sin máquinas. Lo he considerado un pequeño triunfo en la batalla del mundo globalizado y dependiente en el que vivimos.

            Con la satisfacción del deber cumplido (pequeñísimo deber en el día de trabajo de un autónomo) y de vuelta a casa con apetito, me digo que no importa la situación: el almuerzo lo tengo solucionado ya que quedan una habichuelillas de ayer que se pueden calentar en el microondas y pan para descongelar con el que preparar un bocadillo. La mente sigue adaptada a sus hábitos, lo que viene a ser ratificado porque a continuación me planteo en qué actividad productiva puedo emplear mi tiempo: no tengo posibilidad de obtener notificaciones de los Juzgados, presentar o enviar escrito alguno, liquidar unos impuestos pendientes en la web de Hacienda, revisar las cuentas, ni siquiera hacer llamadas pendientes con el fin de no gastar batería del teléfono. No puedo poner ni una triste lavadora.

            ¿Qué mejor que un buen libro? Perfecto. Pero va en conta de mi rutina laborable de un lunes: es hora de trabajo y no de lectura. Confío poder superar esta educación judeo-cristiana del deber y en breve retomar la novela que estoy leyendo estos días. Por cierto, muy entretenida. Antes, no obstante, poniéndome a prueba y con la solapada finalidad de obtener otro pequeño triunfo, he cogido unos folios y un bolígrafo y en una mesa he dedicado unos minutos de esta ajetreada existencia a escribir este artículo. Para dejar constancia, para desfogarme, para sentir que cumplo con mi cupo de laboriosidad diaria aunque sea fuera del mundo jurídico, como reivindicación a la convicción de que los sumos poderes nunca nos contarán la verdad. Pero me voy a dar el gusto de pensar que lo hago por el simple placer de escribir. A mano, con tachaduras, con notas al margen, sin máquinas.

 

            P.D.: al término de escribir este pequeño relato sobre otro momento histórico sigo sin poder sintonizar emisoras no gubernamentales. ¿Será cosa de mi viejo transistor?

miércoles, 12 de marzo de 2025

 

SERENIDAD

      El Diccionario de la Real Academia Española define SERENIDAD como “cualidad de sereno”. Esta pobre definición hace perder la grandeza y profundidad que lleva innatas esta palabra. Probando a ir a la definición de sereno el desencanto aumenta hasta límites que rozan la decepción más profunda: nueve entradas diferentes con muy distintos significados para el sustantivo sereno. No obstante, una de las entradas deja paso a la esperanza al definir “sereno” como “apacible, sosegado, sin turbación física o moral” (“nada te turbe, nada te espante” Santa Teresa de Avila dixit) y se acerca en algo a la cualidad etérea e inaprensible de la palabra SERENIDAD.

    SERENIDAD frente a la vorágine de la vida actual, sus prisas e inmediatez.

    SERENIDAD frente al sistema ultracapitalista en el que cerebros ocultos pretenden manejar al ser humano usando para ello la gratificación instantánea y la validación externa, embocándolo a un consumo sin fin como meta personal.

    SERENIDAD frente a las incontables injusticias sociales donde países potencialmente ricos tiene a sus ciudadanos en la miseria más absoluta y donde países pobres de solemnidad son olvidados de la solidaridad mundial.

   SERENIDAD frente a la involución impuesta por mentes siniestras que, amparadas en religiones atávicas, tradiciones obsoletas o creencias ancestrales e investidos de una “auto-autoridad”, se obcecan en imponer un pensamiento único y hacer desaparecer cualquier tipo de librepensamiento o desarrollo personal.

   SERENIDAD frente a tantas discriminaciones que siguen existiendo y al silencio tácitamente concertado por voces disfrazadas de progreso que permiten que niños y mujeres sean cosificados negándosele cualquier tipo de derecho hasta extremos que duelen de sólo pensarlo: no poder enseñar la cara.

   SERENIDAD ante los descalabros y las decepciones, la amenaza del pensamiento negativo tratando perniciosamente de imponerse como primera luz del amanecer.

   SERENIDAD ante los duelos personales, unos sorpresivos, otros esperados, pero todos formando parte del devenir de la vida.

   SERENIDAD ante momentos de absoluta incomprensión del mundo conocido, de la impotencia de llegar más allá, al mundo desconocido, del vértigo que da asomarse fuera de las áreas controladas, de la agorafobia frente a un universo infinito.

   SERENIDAD ante el miedo que, cual demonio perverso, amenaza con atenazar cualquier atisbo de luz.

    De los vocablos hermanos más representativos de SERENIDAD prefiero, quizás por atavismo, pertenencia o simplemente amor hacia lo helénico, cuyos cimientos sin duda ayudan a sobrevivir en el vasto yermo cultural que se nos intenta imponer, el adjetivo de estoico. Pero quizás también lo prefiero en cuanto cualidad imposible de adquirir en este siglo XXI, pareciéndome inalcanzable cual estrella del firmamento.

   Sin embargo, es curiosa la diferente cercanía al ser humano que pueden tener palabras similares en su significado. TEMPLANZA, aun dotada de connotación religiosa, es perfectamente extrapolable a nuestra vida actual. Al menos teóricamente como sustento sine qua non de la existencia. TEMPLANZA que nos trae a la memoria vidas de santos, es hermana de SERENIDAD. Ambas nos hacen posible …

     SERENIDAD ante el sol que sale cada mañana.

    SERENIDAD al escuchar los cantos de los pájaros caminando por un bosque encantado.

    SERENIDAD sentado en la orilla del mar viendo romper las olas.

    SERENIDAD en una tarde de invierno oyendo caer la lluvia.

    SERENIDAD ante la sonrisa de tus hijos.

    SERENIDAD al escuchar tu melodía favorita.

   SERENIDAD cuando eres consciente de que has de seguir tu camino.

martes, 4 de febrero de 2025

 

¿Y SI ME LARGO A LA ISLA DE GUAM?

    Me estoy replanteando seriamente mi futuro. A mis cuarenta años me encuentro inmerso en una profunda crisis existencial. Profesionalmente hablando. La última guardia ha podido conmigo.

      El primero ha sido un chico en la veintena. Inglés, pelirrojo, con los demás atributos propios de muchos de los oriundos de la Gran Albión y con cara de sueño. Delito contra la seguridad vial por conducir sin carnet. Ni ahora ni nunca. Ha empotrado el coche que conducía contra el de delante. Lo ha debido hacer de tal forma que los siguientes también han sido desplazados y afectados por el golpe. La asistencia ha sido a primera hora ya que su vuelo de vuelta sale por la tarde y hay que pasarlo a disposición judicial sin demora.

       El segundo es de León. Muy español y con muchas otras detenciones a sus espaldas. Se ha peleado con un fulano y le ha abierto una brecha en la cabeza. Dice que trabaja. No dice dónde. Tampoco declara, para qué, si de todas formas mañana lo habrá de hacer ante el Juzgado.

     El tercero es portugués. Está pasando unos días de vacaciones en una autocaravana, pero tuvo el inconveniente de que un sudamericano indigente intentara colarse para robarle, lo que le enfureció bastante y, aun cuando el presunto ladrón era un pobre hombre, un sentido primitivo y atávico de autodefensa ante la amenaza de un peligro le llevó a darle algún golpe demasiado fuerte que ha provocado lesiones al invasor. Ha sido asistido por un intérprete de portugués por teléfono. Lo curioso es que, al usar el derecho a comunicar su detención a quien estime oportuno, ha llamado a su novia española con la que se entiende perfectamente en español. Es el más normal de los asistidos en la guardia de hoy. Un mal día lo tiene cualquiera. No sé si querrá volver de nuevo de vacaciones a España.

     El cuarto es el indigente. A este lo asisto directamente en calabozos. Por lo visto no se encuentra muy bien: está bastante sucio y ha vomitado varias veces. Ni el mismo policía encargado del caso está por la labor de subirlo a esos despachitos, poco más limpios, en los que algo apretujados, se realizan las asistencias a los detenidos. Desde la puerta de rejas que da al pasillo de las celdas observo que les está costando levantarlo y traerlo hasta la entrada. Ni siquiera va con esposas. Casi ni se sostiene en pie.

Bajar al calabozo en la Comisaría es toda una experiencia aunque hoy no olía demasiado mal. No obstante siempre que bajo y me encuentra con el policía encargado me pregunto cómo lo hace, digo, el estar allí envuelto en una penumbra olorosa de efluvios varios, escuchando los lamentos de alguno, los gritos de otros, las ansiedades provocadas por el mono o el silencio del que por primera vez accede a la condición de detenido. Ese silencio también se escucha.

Los siguientes son dos marroquíes a los que asisto por separado, obviamente. Paseaban por una avenida del centro cuando en un hostal observaron que no había nadie en recepción y bueno ya que estaban, entraron y se llevaron una mochila sin dueño cerca. No deben ser muy espabilados porque el huésped y dueño de la mochila insistió en ver las grabaciones de las cámaras de seguridad, se dio una vuelta por la zona y se los encontró sentaditos en una terraza cercana. Avisada la policía fueron por la mochila a un barrio no muy recomendable y se la devolvieron al suizo. Eso sí, sin los cuatrocientos francos que tenía dentro. Haciendo la cuenta con los polis por eso de hacer tiempo entre uno y otro, esto equivale a 415 euros más o menos. Lástima. Se pasa de los 400 euros para que sea un delito leve de hurto. Estos llevan ya dos noches en el calabozo y otra que les queda. El más mayor tenía pendiente una requisitoria de un Juzgado de Barcelona para un juicio que se celebra en dos días. No tenía pinta de querer ir. El otro, más joven, libraba del trabajo esos dos días pero hoy entraba a las nueve de la noche. Ha llamado a la madre para que avise a su jefe en el chiringuito de la playa donde trabaja. La madre le ha contestado en su español-marroquí que cuando salga de trabajar, ella sí, irá. Ha aprovechado para preguntar a su hijo cuando va a dejar de meterse en problemas. Al colgar el teléfono el hijo y volverse hacia mi estaba llorando.

Presenciar ese momento en el que las madres se enteran del arresto de sus hijos es también toda una experiencia. Las imagino preocupadas por no saber nada de ellos y no queriendo saber hasta que suena el teléfono y es la policía. Las imagino rezando cada una a su dios particular. Las imagino preguntándose qué han hecho mal.

Del departamento de Estupefacientes me traen a una señora sin decirme concretamente qué presunto delito ha cometido. Tiene buen aspecto, española media, de mediana edad aunque su aspecto es algo desaseado, lo que la hace mayor. Parece mi madre. Cuenta que pasa durante el mes quince días en casa de cada uno de sus hijos y que, trasladando sus pertenencias de una a otra ha aparecido la policía y la han detenido por tráfico de estupefacientes y organización criminal. Parece de chiste. Le han dicho que la van a dejar en libertad en un rato y que tendrá que ir al Juzgado cuando la llamen en los próximos días. Es la primera vez que la detienen y no sabe muy bien cómo va esto. Mantiene su inocencia y habla con su hija. Pide su móvil y algo del dinero incautado para coger un taxi.  Cuando al rato voy a salir de Comisaría me la encuentro esperando el taxi. Su hijo sigue dentro y me comenta que quería también abogado de oficio. A mí no me han llamado para asistirlo. Me temo que es otra madre entregada. Y abnegada.

Cuando te avisan de una detención en UFAM te esperas casos de violencia más o menos habituales. No vas preparado para encontrarte un asunto de abandono de menores. Primera idea: el padre se ha largado. No, es una mujer. También yonki. Segunda idea: necesitaba un chute y fue a buscarlo. Se fue del hospital dejando a su hija. Toda historia puede ser peor: ¿qué pasará con la niña? El policía me cuenta que será llevada a un centro de acogida. Si sobrevive. Está recién nacida y luchando contra la heroína que le ha transmitido la madre se metía durante el embarazo. Cuando me ve la madre casi se me arrodilla suplicando que le ayude a recuperar a su hija. Es bastante difícil hacerle entender que estoy allí sólo para asistirla en la detención y que habrá trámites posteriores. Insiste en que quiere un médico. Me temo para qué. A falta de un chute ilegal, uno legal.    

Toca ahora otra mujer. Española y también yonki. La he atendido dos veces: una por la mañana y otra por la tarde. En la de por la tarde se ha unido uno que por lo visto la acompañaba cuando trataba de comprar con una tarjeta robada, para lo que se valió solita en una farmacia de la avenida principal un rato antes. El, también yonki, ha pasado de todo, se le veía entregado, firma y se vuelve a su celda. Son habituales en Comisaría y en Juzgado. También los atendemos en los calabozos aunque por la tarde la observo mejor. Por lo visto le han dado algo para el mono y ha debido surtir efecto porque se la tenía jurada a la policía que le había negado tabaco, y ha dicho que quería declarar. Es una manera de desesperarnos y lo sabe. En cuanto nos ve predispuestos desiste. Esto último se ha desarrollado en los calabozos en una escena casi dantesca que recordaba al camarote de los hermanos Marx: en unos pocos metros cuadrados de semioscuridad pastosa el personal sanitario reconociendo a algunos de los aquí presentes, con los consiguientes gemidos y rugidos más o menos variados, los policías intentando poner orden, el abogado (yo mismo) haciendo un amago de retirarse hacia las escaleras. Mientras tanto, la madre del presunto traficante recibía sus pertenencias apocada en un rincón, mirando la escena con cara de alucinada.

Supongo será la crisis de los cuarenta, pero he sacado un mapamundi del armario trastero y he empezado a dar vueltas a la bola hasta que mi dedo índice se ha parado en mitad del Pacífico. El territorio más cercano era la isla de Guam.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

 

EL DUQUE


            Con la última luz de la tarde Eusebio depositó un pequeño ramo de margaritas blancas y amarillas sobre la tumba de piedra labrada bajo la que reposaban los restos del Duque en el pequeño cementerio circundado por cipreses, situado en un promontorio entre la playa y el cielo. Habían tenido una bonita amistad a la que había regalado algunos años de su vida.

           

            Eusebio conoció al Duque siendo muy joven cuando se ganaba el sustento diario trapicheando de trabajo en trabajo y haciendo esporádicos y turbios encargos a lo largo de la costa con la pequeña embarcación que su padre, pescador de generaciones, le había dejado en herencia. Por aquél entonces, superadas las limitaciones económicas derivadas de la Segunda Guerra Mundial, las clases altas y aristocráticas de la sociedad europea, acompañadas siempre de acólitos, profesionales y aficionados al artisteo, habían empezado a descubrir el rústico encanto de los humildes pueblos de la costa gaditana.

           

            A pesar de su origen ilustre y de su atuendo impecable, el Duque era un tipo campechano y cordial. Gustaba de acercarse a la taberna del puerto y confraternizar con los parroquianos habituales. En una noche estrellada de verano virginal Eusebio y el Duque, después de cantar fandangos a todo pulmón, acabaron compartiendo una botella de ron a la orilla del mar. A partir de ahí, Eusebio se hizo imprescindible en la vida ociosa y regalada del Duque. Vivir sin trabajar constituye una auténtica profesión y hay que saber rodearse de las personas adecuadas que faciliten su desarrollo.

 

            El Duque había comprado un antiguo cortijo cercano a las playas situadas al oeste del pueblo al que se llegaba por una sinuosa senda entre retamas y pinos. El aspecto ruinoso de la casa principal fue trocado por una auténtica finca andaluza donde guarecerse del fuerte viento de levante que frecuenta aquellas tierras y a sus gentes de una forma tan particular que es rumor asentado, y asumido como una verdad incontestable, la pérdida de lucidez en noches de luna llena.

 

            En su cometido de subalterno a las órdenes del Duque, Eusebio se encargaba de las más diversas faenas. Una de las principales y más frecuentes consistía en facilitar el suministro de todo lo necesario para agasajar a los huéspedes de alcurnia que periódicamente le visitaban, ardua tarea en tiempos de difíciles comunicaciones y restricciones mercantiles, en una España que a duras penas empezaba a salir del marasmo social y económico provocado por la lucha fraticida de la Guerra Civil.

 

            Una mañana que presagiaba el anticipo del primer levante otoñal, el Duque se sinceró con Eusebio confesándole que la próxima fiesta a celebrar constituía uno de los mayores retos de su vida social en los últimos años, dada la categoría de los invitados, entre los cuales se incluían varios títulos de la nobleza alemana y una princesa de origen bávaro a quien el Duque pretendía incluir entre sus múltiples conquistas.

 

            Agotado de dar vueltas en el desvelo de una madrugada interminable, Eusebio llegó a la conclusión de que la única forma de cumplir debidamente el encargo era buscar el aprovisionamiento de los manjares requeridos en la vecina Gibraltar, donde había crecido un comercio floreciente de productos tales como champagne, ostras, caviar y otras exquisiteces gracias al estraperlo. Esporádicamente había hecho algunas incursiones al Peñón donde tenía contactos en el mundo del contrabando a pequeña escala. Sin embargo, Eusebio no las tenía todas consigo pues era conocedor de la férrea vigilancia ejercida por la Guardia Civil a lo largo de la costa.

 

            Una noche cerrada y silenciosa de luna nueva, con el mar en calma y las estrellas como único testigo, Eusebio se hizo a la mar siguiendo la ruta de la costa a una distancia lo suficientemente prudente. Empezaba a clarear cuando, ya de vuelta y con la carga a bordo, a la altura de Punta Mala, fue avistado por la patrulla apostada en el Faro de Carbonera. Eusebio supo aceptar la derrota. Por sus venas corría sangre de caballero español.

           

            El día que Eusebio salió de prisión, tres años después, un chófer uniformado le abrió la puerta de atrás de un Aston Martin DB2. El Duque, impoluto y con algunos reflejos canosos en su lustrosa cabellera, lo recibió con un efusivo abrazo, aguados sus brillantes ojos azules. Recuperaron los años de encierro con un pantagruélico almuerzo en el barrio de la Viña y un largo paseo por La Caleta, lugar de despedida de los que se van, punto de encuentro de los que se quedan.

 

            Varias décadas más tarde, sentado frente al mar degustando un whisky con hielo, Eusebio releía la misiva recibida en la que se le comunicaba el haber sido distinguido con una estrella Michelín. Los conocimientos adquiridos en las cocinas carcelarias fueron debidamente completados con un curso en la prestigiosa escuela parisina “Cordon Bleu”. Su maestría y sencillez junto con el carisma y don de gentes del aristócrata hicieron el resto. Dirigía con mano firme y refinamiento ilustrado, no exento de cierta rudeza de la que nunca pudo desprenderse, uno de los restaurantes más aclamados de la costa gaditana. El restaurante se llama “El Duque”.


domingo, 8 de septiembre de 2024

EL COLECCIONISTA

 

            Ovidio Carvajal siempre fue un maniático de las colecciones. Su afición comenzó de muy pequeño cuando su abuelo, carlista convencido, le llevaba de museo en museo por las ciudades del norte de España en las que la confrontación monárquica se hizo más acervada y donde los partidarios de Carlos María Isidro llegaron a ser más fuertes, sobre todo en Navarra y las Provincias Vascongadas. Su abuelo estaba seguro de que un antepasado suyo, Lorenzo de Carvajal, había sido integrante del ejército formado por el general Zumalacárregui luchando por los derechos dinásticos del llamado por ellos Carlos V. Ovidio consideraba como un hito en su historia personal del coleccionismo aquel día en el que con apenas siete años, su abuelo le enseñó el Museo del Carlismo de Estella, sito en el Palacio del Gobernador de esa pequeña localidad navarra. Con los ojos asombrados de la infancia quedó impresionado por los sables, espadas, puñales, bayonetas y otras armas usadas en el siglo XIX, por el estandarte real del aspirante al trono, por las indumentarias diversas y variadas, desde las usadas por la soldadesca hasta los uniformes de los más altos mandos.


                                                         El coleccionista de estampas

                                                                                 MUSEO DEL PRADO

            Ovidio Carvajal comenzó su colección de coches en miniatura en el colegio. Como todos los niños de aquellas otras generaciones, hoy tan lejanas, llevaba en la cartera la libreta de caligrafía, un lápiz y una goma, el bocadillo de mortadela que su madre le preparaba y sus coches. Le tocaban en una rifa de la feria, venían de regalo sorpresa al comprar en la tienda de comestibles del barrio las nuevas galletas para merendar, los cambiaba por cosas que los demás ansiaban, como una goma de borrar nueva o un puñado de canicas. Su tío Aurelio, que había emigrado a Argentina cuando era joven, le trajo en las Navidades de sus nueve años una caja repleta de reproducciones en miniatura de los más diversos modelos, en la que se incluían desde el tan español Seiscientos hasta un Ferrari, un Lamborgini y un Rolls Royce.

            Ovidio Carvajal siempre fue algo retraído. Sólo disfrutaba de la compañía de su amigo Antoñito, con el que disertaba largamente de su afición. Al comenzar la adolescencia huía de los grupos de chicos y sus conversaciones vagas y ociosas, no tanto por menosprecio sino por auténtica timidez.

            --¡Ovidio!, le gritaban sus compañeros de clase, ¿por qué no vienes a la charca del pozo viejo a bañarte? Estarán las niñas.

            Sólo de pensar en que pudieran ver sus piernecillas delgadas y ese vello superficial que le empezaba a crecer por todos el cuerpo le hacía subir los colores y le provocaba encerrarse en su cuarto hasta que se le pasara la vergüenza. De ese modo dispuso de mucho tiempo en los antiguos veranos de una ciudad de provincias y así comenzó su colección de sellos. Recortaba los sellos de las cartas que llegaban a su casa, a las de sus vecinos y parientes, a los comercios de alrededor e incluso osaba pedírselos al cartero por si caía alguno. Los sumergía en el lavabo del baño y con suma delicadeza los despegaba, colocándolos en una toalla limpia hasta que se secaban al aire. Cuando tuvo un bote lleno se dijo que su colección merecía una exposición de mayor categoría. En la esquina de la plaza de la Iglesia de San Faustino, que quedaba a dos calles de su casa, había una librería papelería en la que vendían de todo: desde plumas estilográficas hasta recortables de bonitas casas y castillos. El día que cumplió trece años acudió presuroso a invertir en un flamante álbum el regalo de su tía Amelia, su madrina de bautizo: un billete de cien pesetas que tenía la cara de Gustavo Adolfo Bécquer por un lado y por el otro la catedral de Sevilla y una señorita con un paraguas algo extraño y un libro en las manos, a quien Ovidio en secreto contemplaba con cierta intriga y delectación.  

            Ovidio Carvajal nunca fumó. Jamás osó probar, ni siquiera en las escapadas adolescentes, cuando sus amigos se escondían detrás de los cañizos de los cañaverales en las riberas del río y se perdían a ratos en los bailes que organizaban en los bajos de las casas viejas de su barrio para encenderse los primeros pitillos. Le asustaba ese toser continuo y repetitivo de las primeras caladas. Pero el abuelo, el padre y los tíos de Ovidio sí fumaban. Y desperdigadas por su casa empezó a recoger las cajas de cerillas de antaño, esas que enseñaban a la par que contenían los fósforos. Las había que mostraban animales o plantas, imágenes de tauromaquia, las caras de futbolistas, trajes antiguos, vestidos regionales. Pero a Ovidio las que más le gustaban eran las que su primo Gervasio, diez años mayor que él y que vivía en Tolousse, se dejaba olvidadas en sus vacaciones españolas y las que, más tarde, cuando se enteró de su afición, le fue enviando desde el país galo y cuya sola contemplación le deleitaba. Las cajetillas ofrecían unos colores y dibujos novedosos y vanguardistas, los nombres franceses le parecían algo extravagante. Podía pasarse horas contemplando y pronunciando esas palabras con sonido transpirenaico: “allumetes de sureté”.

            Ovidio Carvajal adoraba las chapas de las botellas. Los domingos y las fiestas de guardar, después de misa, sus padres echaban un rato en el bar del barrio y él mientras tanto, se entretenía en recogerlas entre las piernas del festivo paisanaje.

            --Niño, deja ya de corretear por el suelo.

            --Deja al chiquillo, que sólo se está entreteniendo.

            --Ovidio me han dicho que coleccionas chapas ¿cuántas tienes?

            --Chaval, toma unas cuantas que te he traído.

            Las había de todos los colores: rojo colorado, naranja chispeante, azul piedra, marrón canela, amarillo limón, verde hoja. Las había de las bebidas más variadas: coca-cola, mirinda, casera, cervezas de montones de marcas, fanta de naranja y de limón, bitter kas, tónica sweeps. Con los años, su avidez de coleccionista fue recompensada con la no menos avidez del capitalismo rampante y su colección aumentó con chapas de líquidos impensables en su infancia: aguas con sabores de lo más variado, zumos de frutas exóticas, isotónicos insípidos y otras inimaginables décadas atrás.

            Ovidio Carvajal era soltero. Sacó unas oposiciones al Ayuntamiento de su ciudad y trabajaba de funcionario. Por las tardes se dedicaba a sus colecciones que, como todas las colecciones, tienen la cualidad de interminables. A pesar de su aire tristón y apacible, su mayor sueño era realizar un viaje a lo largo de Africa en busca de las máscaras originarias de los pueblos y las tribus de ese continente que le fascinaba. Incluso tenía un espacio destinado al fruto de su ilusión por si llegaba el día, aunque era consciente de que un viaje de tal envergadura le llevaría meses, incluso años y que suponía el gasto de un dinero que nunca iba a tener.   

            En su perseverante manía de coleccionista, a Ovidio Carvajal se le ocurrió una idea genial. Con su amigo Antoñito, se dedicaron a leer todas las esquelas que aparecían en los periódicos locales, provinciales y regionales. Sabían que en muchas ocasiones, cuando alguien fallece, no hay sucesores y en muchas otras, sus propios herederos desechan lo que ha sido toda una vida para quien ya no está o está en otra dimensión, quién sabe. De esta forma, durante las semanas siguientes al óbito de quien con más o menos ostentación se publica en los diarios, se dedicaban a localizar y acechar los alrededores de las ahora deshabitadas viviendas.

            Ovidio Carvajal había alquilado un almacén en el polígono industrial pues el incremento de los años y de sus recopilaciones no era proporcional sino progresivo. Distribuyó sus distintas colecciones en el espacio diáfano del local, aumentadas con los bártulos provenientes de sus andanzas detectivescas y allí pasaba la mayor parte de las tardes, colocando y volviendo a colocar los objetos que iba obteniendo, restaurando alguna pieza deteriorada, paseándose con parsimonia entre los elementos más admirados.

            Una tarde templada de final de septiembre, de azul cielo exultante y sol melancólico, Ovidio Carvajal se hallaba en su museo-taller con la radio de fondo y reparando con cola y pintura granate la indumentaria de un guerrero mongol integrante del ejército de Gengis Kan. En un primer momento Ovidio no prestó mucha atención, enfrascado como estaba en esa afición suya que le daba razón a su existencia cuando, por una de esas iluminaciones intuitivas escuchó al conocido locutor local: “Se ha extraviado el famoso cuadro El encuentro de Santa Teresa y la Princesa de Eboli, perteneciente desde hace generaciones al patrimonio de la conocida familia Martínez-Rocha. Les recordamos que hace unas semanas falleció Don Genaro Martínez-Rocha y Pérez del Pulgar, a cuyo entierro acudieron las más altas personalidades de la provincia. Don Genaro había concertado la cesión de la obra a un conocido museo de Madrid para una exposición temporal a celebrar en próximas fechas. Sus herederos no consiguen localizar la célebre pintura, constituyendo un misterio dónde puede haber ido a parar.”


sábado, 30 de marzo de 2024

 

EL TUMULO

        Gonzalo Fernández no había vuelto a pisar esa playa desde hacía más de tres años. Entonces formaba parte de la tripulación del bergantín Nuestra Señora de Guadalupe, el cual, a pesar del nombre, estaba lejos de ser fiel reflejo del camino cristiano. Por lo visto se lo puso el armador por una promesa que hizo en Méjico a la mismísima Virgen de Guadalupe, cuentan que después de verse metido en ciertos asuntos turbios de los que consiguió salir bien parado.


         

        Habían levado anclas con las primeras luces del día para internarse por un archipiélago plagado de islas diminutas entre atolones de coral. Para sortearlas era necesario aprovechar la claridad fulgurante de un luminoso día sin una gota de viento que hacía del mar un espejo invertido en el que se reflejaba el fondo marino. Gonzalo, a pesar de conocer los peligros de las maniobras a realizar, se las veía felices dando órdenes a la marinería desde el puente de mando.

                -Contramaestre Fernández, prepárese para desembarcar con tres marineros de su elección en la isla central de las tres situadas a babor en misión de reconocimiento.

                - Pero mi capitán …- intentó argumentar Gonzalo.

                -¿He de repetírselo?

        Gonzalo desistió. Las órdenes del capitán eran de cumplimiento inmediato. Era este un tipo rudo, áspero en sus maneras y riguroso en el cumplimiento del deber. No valía la pena exponerse a una reprimenda de su superior por el propósito de hacerle saber que conocía los peligros de desembarcar e internarse en aquéllas islas, así que escogió a tres marineros, bien conocidos por él: el grumete Jáuregui, al que buena falta le hacía soltarse un poco, Alonso el de Jérez, una mole capaz de enfrentarse a todo y García, conocido como “el francés” porque había sido apresado por los franceses durante la Guerra de la Independencia y obligado a luchar con el ejército gabacho en las estepas rusas.

      Armados con un par de bayonetas y tres fusiles de asalto arriaron el bote del pescante superior de estribor y antes de lo que pensaban estaban pisando la finísima arena blanca que daba la bienvenida a la isla antes de ser engullida por un entramado de exuberante y variopinta vegetación, además de una heterogénea y desconocida fauna para unos representantes de la Hispania más auténtica. Tampoco a sus compañeros de obligada aventura les participó de sus previos conocimientos sobre aquel lugar abandonado del mundo.

       Había que repartirse el terreno. Alonso dijo que él sólo se bastaba y sin mediar palabra se internó a machetazos entre las primeras palmeras. García cogió al inexperto joven hacia el pequeño promontorio que asomaba entre el verdor en busca de agua potable, y él se quedó a hacer la ronda por las playas circundantes, que no le eran tan desconocidas. En su otra vida se había dedicado a la piratería durante un buen puñado de años. El ansia de aventura y de salir de la miseria de su pequeña aldea extremeña le había llevado a incorporarse a tripulaciones de dudosa reputación. Vivió aventuras y salió de la miseria, pero nunca se hizo rico con tesoros de buques atracados ni descubriendo oro dónde sólo había piedras.

       Después de caminar un rato y siempre atento, se sentó en un tronco de palmera cercano a la orilla. Sacó su navaja y comenzó a desbrozar la corteza en un ejercicio de divertimento artístico. Decidió dejar su impronta en aquella pequeña isla y se adentró entre los primeros arbustos buscando un par de piedras. Cuál fue su asombro al darse de bruces con un túmulo repleto de ellas dominado por una cruz de piedra en la que se podía leer: “Aquí yace Gastón Vallejo el Saqueador, terror de los Mares del Sur, famoso por sus conquistas y rico por sus tesoros”. Al inclinarse, Gonzalo constató que la erosión del viento y la lluvia habían dejado al descubierto una argolla corroída por el tiempo.  

               

lunes, 24 de julio de 2023

 

VAYA

He vivido casi toda mi vida en democracia. A partir de los dieciocho años pude votar y lo hice. Muchas veces. Con la madurez vino una época de total y absoluto desencanto de la que por cierto no he salido, que me empujaba a no votar, a no participar de un sistema que, aun sabiéndolo el menos malo, prescinde de tener como primer objetivo al ciudadano y lo sustituye por un establisment donde prima una casta formada por infinitos elementos encargados de protegerse a sí mismos por encima de cualquier otra consideración. Tuve que trabajarme bastante para conseguir superar esa educación judeo-cristiana que nos ha llevado a buena parte de varias generaciones a hacer lo que se debe, lo correcto, lo que está bien. Lo conseguí satisfactoriamente y pude soportar el peso de mi conciencia no acudiendo a las urnas algunas veces. 

          El domingo 23 de julio sí fui a votar. Incluso estuve escuchando los resultados electorales en diversas cadenas de televisión, sorprendiéndome a mí misma dado que por norma no escucho ni veo a ningún político. Debió deberse a una especie de “morbo” causado por la canícula y el cansancio acumulado. Trabajar en verano en España es duro y en la costa del sur de España puede tener ciertos efectos secundarios. O quizás esta novedad de convocatoria inmediata, en pleno julio tras unas elecciones municipales y autonómicas no muy favorables al gobierno, creaba en mí una expectación de la que ya me creía bastante libre. Lo achacaré a simple aburrimiento de domingo estival interminable. Cuando el escrutinio iba por el 95 % apagué la televisión me puse a leer. “El Gatopardo”. Es muchísimo más gratificante y en muchas ocasiones ayuda de forma inestimable a sobrellevar el peso de la existencia y a tratar de entender la razón de la misma. Guissepe de Lampedusa dibujó el panorama social y político de la Sicilia rural de mediados del siglo XIX de forma magistral. Ya me gustaría poder reflejar mínimamente el panorama de este día un tanto extraño. Lo intentaré.

       Desde que llegué al despacho esta mañana temprano, a través de la ventana abierta rogando para que entrara algo de brisa, me llegaba un sonido distinto al de otras mañanas. Intenté achacarlo a que mis oídos no andan bien y que los baños, el calor y la humedad deben afectar a los conductos auditivos y provocar ciertas reverberaciones y resonancias distintas a las habituales. No quedé libre tampoco de fustigarme con que los años no pasan en balde. Más tarde tenía cita en la Notaría con un matrimonio inglés. Me sorprendí que a media mañana y en pleno verano la oficina del Notario no estuviera desbordada como es usual. Me dio la sensación de que todo iba a cámara lenta, hasta las conversaciones parecían algo pausadas y susurrantes. Durante la espera, preparando la documentación, en los saludos habituales, seguía sintiendo un rumor espeso envolviéndolo todo. Al volver a la calle, sin dejar de apreciar la grandeza de un país que continua en paz su devenir diario después de unas elecciones que no dejan nada claro la gobernabilidad y el futuro de España, me dio la sensación de percibir miradas huidizas y algo perdidas, los contornos de las personas con las que me cruzaba desdibujados e imprecisos, los colores de los coches, de las casas, de las ropas, desvaídos y borrosos, mientras un silencio opaco lo envolvía todo apagando la luz cegadora de un lunes de julio.


        
         Mi hija me ha mandado un vídeo del “informativo matinal para ahorrar tiempo” de Angel Martín. Con su ritmo habitual y en apenas dos o tres minutos ofrece el resumen de la noticia del día después, para terminar con una recomendación: si no quieres monotema responde con un “vaya”, ajustando en su caso la entonación según las circunstancias: ¡vaya! ¿vaya? Vaya, vaya-vaya …, todo ello para evitar mucho “vampiro chupa tiempo y energía.” Aplicando el consejo recibido: creo que al día de hoy le voy a responder con un “VAYA”.