sábado, 30 de marzo de 2024

 

EL TUMULO

        Gonzalo Fernández no había vuelto a pisar esa playa desde hacía más de tres años. Entonces formaba parte de la tripulación del bergantín Nuestra Señora de Guadalupe, el cual, a pesar del nombre, estaba lejos de ser fiel reflejo del camino cristiano. Por lo visto se lo puso el armador por una promesa que hizo en Méjico a la mismísima Virgen de Guadalupe, cuentan que después de verse metido en ciertos asuntos turbios de los que consiguió salir bien parado.


         

        Habían levado anclas con las primeras luces del día para internarse por un archipiélago plagado de islas diminutas entre atolones de coral. Para sortearlas era necesario aprovechar la claridad fulgurante de un luminoso día sin una gota de viento que hacía del mar un espejo invertido en el que se reflejaba el fondo marino. Gonzalo, a pesar de conocer los peligros de las maniobras a realizar, se las veía felices dando órdenes a la marinería desde el puente de mando.

                -Contramaestre Fernández, prepárese para desembarcar con tres marineros de su elección en la isla central de las tres situadas a babor en misión de reconocimiento.

                - Pero mi capitán …- intentó argumentar Gonzalo.

                -¿He de repetírselo?

        Gonzalo desistió. Las órdenes del capitán eran de cumplimiento inmediato. Era este un tipo rudo, áspero en sus maneras y riguroso en el cumplimiento del deber. No valía la pena exponerse a una reprimenda de su superior por el propósito de hacerle saber que conocía los peligros de desembarcar e internarse en aquéllas islas, así que escogió a tres marineros, bien conocidos por él: el grumete Jáuregui, al que buena falta le hacía soltarse un poco, Alonso el de Jérez, una mole capaz de enfrentarse a todo y García, conocido como “el francés” porque había sido apresado por los franceses durante la Guerra de la Independencia y obligado a luchar con el ejército gabacho en las estepas rusas.

      Armados con un par de bayonetas y tres fusiles de asalto arriaron el bote del pescante superior de estribor y antes de lo que pensaban estaban pisando la finísima arena blanca que daba la bienvenida a la isla antes de ser engullida por un entramado de exuberante y variopinta vegetación, además de una heterogénea y desconocida fauna para unos representantes de la Hispania más auténtica. Tampoco a sus compañeros de obligada aventura les participó de sus previos conocimientos sobre aquel lugar abandonado del mundo.

       Había que repartirse el terreno. Alonso dijo que él sólo se bastaba y sin mediar palabra se internó a machetazos entre las primeras palmeras. García cogió al inexperto joven hacia el pequeño promontorio que asomaba entre el verdor en busca de agua potable, y él se quedó a hacer la ronda por las playas circundantes, que no le eran tan desconocidas. En su otra vida se había dedicado a la piratería durante un buen puñado de años. El ansia de aventura y de salir de la miseria de su pequeña aldea extremeña le había llevado a incorporarse a tripulaciones de dudosa reputación. Vivió aventuras y salió de la miseria, pero nunca se hizo rico con tesoros de buques atracados ni descubriendo oro dónde sólo había piedras.

       Después de caminar un rato y siempre atento, se sentó en un tronco de palmera cercano a la orilla. Sacó su navaja y comenzó a desbrozar la corteza en un ejercicio de divertimento artístico. Decidió dejar su impronta en aquella pequeña isla y se adentró entre los primeros arbustos buscando un par de piedras. Cuál fue su asombro al darse de bruces con un túmulo repleto de ellas dominado por una cruz de piedra en la que se podía leer: “Aquí yace Gastón Vallejo el Saqueador, terror de los Mares del Sur, famoso por sus conquistas y rico por sus tesoros”. Al inclinarse, Gonzalo constató que la erosión del viento y la lluvia habían dejado al descubierto una argolla corroída por el tiempo.  

               

lunes, 24 de julio de 2023

 

VAYA

He vivido casi toda mi vida en democracia. A partir de los dieciocho años pude votar y lo hice. Muchas veces. Con la madurez vino una época de total y absoluto desencanto de la que por cierto no he salido, que me empujaba a no votar, a no participar de un sistema que, aun sabiéndolo el menos malo, prescinde de tener como primer objetivo al ciudadano y lo sustituye por un establisment donde prima una casta formada por infinitos elementos encargados de protegerse a sí mismos por encima de cualquier otra consideración. Tuve que trabajarme bastante para conseguir superar esa educación judeo-cristiana que nos ha llevado a buena parte de varias generaciones a hacer lo que se debe, lo correcto, lo que está bien. Lo conseguí satisfactoriamente y pude soportar el peso de mi conciencia no acudiendo a las urnas algunas veces. 

          El domingo 23 de julio sí fui a votar. Incluso estuve escuchando los resultados electorales en diversas cadenas de televisión, sorprendiéndome a mí misma dado que por norma no escucho ni veo a ningún político. Debió deberse a una especie de “morbo” causado por la canícula y el cansancio acumulado. Trabajar en verano en España es duro y en la costa del sur de España puede tener ciertos efectos secundarios. O quizás esta novedad de convocatoria inmediata, en pleno julio tras unas elecciones municipales y autonómicas no muy favorables al gobierno, creaba en mí una expectación de la que ya me creía bastante libre. Lo achacaré a simple aburrimiento de domingo estival interminable. Cuando el escrutinio iba por el 95 % apagué la televisión me puse a leer. “El Gatopardo”. Es muchísimo más gratificante y en muchas ocasiones ayuda de forma inestimable a sobrellevar el peso de la existencia y a tratar de entender la razón de la misma. Guissepe de Lampedusa dibujó el panorama social y político de la Sicilia rural de mediados del siglo XIX de forma magistral. Ya me gustaría poder reflejar mínimamente el panorama de este día un tanto extraño. Lo intentaré.

       Desde que llegué al despacho esta mañana temprano, a través de la ventana abierta rogando para que entrara algo de brisa, me llegaba un sonido distinto al de otras mañanas. Intenté achacarlo a que mis oídos no andan bien y que los baños, el calor y la humedad deben afectar a los conductos auditivos y provocar ciertas reverberaciones y resonancias distintas a las habituales. No quedé libre tampoco de fustigarme con que los años no pasan en balde. Más tarde tenía cita en la Notaría con un matrimonio inglés. Me sorprendí que a media mañana y en pleno verano la oficina del Notario no estuviera desbordada como es usual. Me dio la sensación de que todo iba a cámara lenta, hasta las conversaciones parecían algo pausadas y susurrantes. Durante la espera, preparando la documentación, en los saludos habituales, seguía sintiendo un rumor espeso envolviéndolo todo. Al volver a la calle, sin dejar de apreciar la grandeza de un país que continua en paz su devenir diario después de unas elecciones que no dejan nada claro la gobernabilidad y el futuro de España, me dio la sensación de percibir miradas huidizas y algo perdidas, los contornos de las personas con las que me cruzaba desdibujados e imprecisos, los colores de los coches, de las casas, de las ropas, desvaídos y borrosos, mientras un silencio opaco lo envolvía todo apagando la luz cegadora de un lunes de julio.


        
         Mi hija me ha mandado un vídeo del “informativo matinal para ahorrar tiempo” de Angel Martín. Con su ritmo habitual y en apenas dos o tres minutos ofrece el resumen de la noticia del día después, para terminar con una recomendación: si no quieres monotema responde con un “vaya”, ajustando en su caso la entonación según las circunstancias: ¡vaya! ¿vaya? Vaya, vaya-vaya …, todo ello para evitar mucho “vampiro chupa tiempo y energía.” Aplicando el consejo recibido: creo que al día de hoy le voy a responder con un “VAYA”.

sábado, 18 de febrero de 2023

 

REENCUENTRO

­           --Siento llegar tarde, dijo Paula a modo de saludo desprendiéndose del chubasquero chorreante de agua y colocando a un lado de la mesa el paraguas, --me surgió un imprevisto.

          A Silvia no le importó. La había estado esperando durante un buen rato en el mismo rincón pegado a la ventana en el que, cinco años antes, se habían despedido. Era una cafetería encantadora del Barrio Latino, llena de gente variopinta en la que podían pasar desapercibidas y contemplar al mismo tiempo el transcurrir de la vida.  El mismo sitio en el que fraguaron su plan y en el que se habían dicho adiós.

        Se conocieron cuando las dos trabajaban en el Museo De Orsay. Paula era conservadora y Silvia vigilante. Ambas eran jóvenes y ambiciosas y en seguida surgió entre ellas una conexión que iba mucho más allá de las palabras. Sin embargo, ya fuera por el trajín diario, ya por una cierta reticencia combinada con la precaución propia de personas precavidas, tardaron en entablar amistad.   

       No fue sino a raíz del cierre temporal del museo debido a un inventario de unas de las salas dedicadas al arte postimpresionista cuando tuvieron ocasión de entablar la primera conversación. Y detrás de esta muchas más. Hasta la última, en el mismo sitio y a la misma hora. Hoy, después de tanto tiempo, volvían a encontrarse.

       ­--Recibí tu postal desde Nueva Zelanda--, dijo Silvia.--No sabía que ibas a trasponer a las antípodas--.

          --Sabes que para mí era importante desaparecer y cambiar de hábitos. Mereció la pena servir copas en algunos bares de Bay of Plenty y en los ratos libres surfear como si no hubiera un mañana. Era la tapadera perfecta. Después desaparecía durante varias semanas y disfrutaba de la buena vida. ¿Y a ti como te ha ido?

             --No fui tan osada como tú, aunque ello me obligó a tomar muchas más precauciones. Conservé mi puesto en el museo durante varios meses hasta que, con ocasión de un percance, solicité la baja y de ahí a la excedencia fue sólo cuestión de tiempo.

            --¿Y te has dedicado al “dolce far niente” sin salir del país?, preguntó Paula.

            --Ya te digo, preferí ir más despacio y no modifiqué mis hábitos de vida. Me compré una granja en el valle del Loira, la misma que perteneció a mis abuelos y que perdieron a raíz de la guerra. Podrás entender que para ello solicité una cuantiosa hipoteca que aparentemente pago con gran esfuerzo todos los meses. Pero soy feliz.    

                La lluvia había llenado el local. A pesar del barullo de conversaciones ajenas un silencio se hizo entre las dos mientras sus miradas se chocaban. Paula deshizo la magia volviendo sus ojos hacia la cristalera.

             --¿Volviste a ver ese tipo?, preguntó.

             -- No voluntariamente, contestó Silvia. Hace un par de años, una mañana subiendo las escaleras del metro en Montparnasse, alguien me saludó quitándose el sombrero al pasar junto a mí. Era él.

              --¿Cómo lo haría?

              --¡A saber! Quizás tenía contactos en algún Emirato Arabe, con la mafia rusa o los magnates americanos.

                Paula alza el brazo llamando al camarero.

             --Por favor, una botella de Moet Chandon.

                 

sábado, 7 de enero de 2023

 


LA DOBLE


                “Tienes las mismas piernas que Tina Turner”, le repetían sin cesar cada vez que cogía el micrófono en el garito del barrio donde cantaba los sábados por la noche, arrullada por la multitud de insectos y otras variadas especies del reino animal que hacían de las riberas del Misisipi una filarmónica natural, acorde con los tiempos ecologistas que corrían.

                A sus antepasados los trajeron aherrojados del Africa Central hacía tres siglos, y varias generaciones gastaron sus vidas sirviendo a los blancos entre canto y canto. Dicen que de esta manera lograban conectar con los espíritus que dejaron allá y que se elevaban hacia un estado que les hacía más llevadera la esclavitud. Lo mismo ocurría en todo el Caribe. La música era la mayor manifestación de la multiculturalidad dominante, fruto de la influencia africana, latinoamericana, española y francesa de Nueva Orleans.

                Ella no iba a ser menos pues con esa voz y esas piernas ¿qué mejor que dedicarse a cantar? A fin de cuentas había logrado subir algunos peldaños en la escala social frente a la mísera infancia que pasó entre chabolas. En esas estaba, cantando sin mirar a nadie en particular y dándole vueltas a lo que podía llevarse hoy entre el pago y las propinas, cuando oyó una voz: “-¡eh tú morena! dedícame una canción”.

                No sabe si fue la sesión de vudú de la noche anterior en la que hizo diversas  invocaciones, el simple azar o el sujeto que le interpeló, con aspecto de “bon vivant sureño”, lo que le llevó a entonar “Private Dancer”. No podía imaginar hasta qué punto su letra sería premonitoria, pues recién terminada la canción Eliseo, tal era su nombre, se le acercó y, cogiéndola suavemente por el brazo al mismo tiempo que con una firme mirada ordenaba al jefe de todo aquello a no chistar, la sentó en una mesa algo apartada con una copa del mejor ron que hubiera probado nunca y que con seguridad no era el que se servía habitualmente entre los clientes corrientes.  

                Eliseo se presentó como manager musical aunque como descubrió más tarde era algo así como un subagente que trabajaba para los auténticos. Le vendió que su curro consistía en localizar a futuras promesas de la canción cuando lo cierto es que esa búsqueda se centraba en encontrar a ingenuos artistas dotados de parecidos y similitudes suficientes para hacerlos pasar por los verdaderos. Pero ella no perdía nada con seguirle la corriente. Siempre había soñado con irse de aquella violenta ciudad llena de bandas de distinto pelaje.

                Así que metió lo indispensable en una vieja maleta de tela guardada debajo del camastro en el que dormía y se marchó con Eliseo a Baton Rouge, la capital, y donde se centraba ahora cualquier movimiento económico, después del huracán Katrina y la destrucción de buena parte de la ciudad. Eliseo la instaló en un motel de las afueras, le compró un sanchwich de crema de cacahuete algo rancia, y le dijo que descansara porque el día siguiente tenían mucho trabajo. Así ocurrió: en una especie de almacén, grande y destartalado, lleno de cachivaches e instrumentos de todo tipo, fue objeto de un detallado examen por parte de una cuadrilla formada por gentes dedicadas al espectáculo. La pintaron, la midieron, la vistieron, la manosearon y, cuando estuvo lista, el jefe de todo aquello le espetó: “Venga Tina, dedícame una canción”. Al terminar, las sonrisas de satisfacción y los aplausos llenaron el ambiente. Eliseo no cabía en sí de gozo. Por fin, después de recorrerse media Norteamérica, parecía que había hecho un buen negocio.

                Le pusieron un jugoso contrato por delante. Consistía en sustituir a Tina Turner en la mayor parte de actos públicos en su próxima gira por Europa. La cantante no pasaba por muy buena racha y quería prodigar lo menos posible sus apariciones públicas, dejando sus fuerzas para las actuaciones. Las sustituciones contratadas no incluían ruedas de prensa ni comunicación verbal alguna fuera de algún saludo esporádico. Se limitaría a una sustitución física claro que, dado que cantaba igual que la Turner, siempre podía ocurrir algún imprevisto. La mente se le iba en imaginar una vida junto a la reina del rock.

                Nada más lejos de la realidad. El doblaje llegó a ser tan perfecto que nunca coincidió con su idolatrada artista, aunque sí se vio obligada a ejecutar alguna que otra “private dancing”. Con ocasión del espectáculo previsto en una ciudad del sur de España conoció a Ramón, de sangre gitana y fuego en el cuerpo, y se quedó con él. Ahora era la doble de la protagonista de la función llamada “Tina Turner Tribute”.

               

               

miércoles, 12 de octubre de 2022

 


MAS ALLA DEL SINDROME DE STENDHAL

 

El “síndrome de Sthendal” es definido sintéticamente como “una enfermedad psicosomática provocada por una sobredosis de belleza”. Suele producirse ante una exposición de riquezas artísticas y puede generar alteraciones tales como palpitaciones, elevado ritmo cardíaco, confusión y otras similares.

 




         Más allá de profundizar en si se trata de una auténtica patología o de una sugestión artística, lo cierto es que me ayuda a comprender  ciertas situaciones que desde pequeña había experimentado y para las que no tenía explicación. Quizás lo llame así porque no he encontrado hasta la fecha otra expresión que pueda reflejar el sentimiento, siempre positivo incluso en grado superlativo, entre el placer y la emoción. Es por ello que abarca, en mi experiencia particular, mucho más que una reacción ante la belleza contemplada, ensanchando la vivencia a sentimientos y pensamientos atávicos que fluyeran por la sangre envolviendo mi cuerpo, mi mente y mi alma en un estado dotado de cierta ingravidez, como si pudiera contemplar las causas de dicho estado desde fuera pero a su vez éstas o los efectos de las mismas se insertaran firmemente en todas mis células, elevando mi espíritu.

 

Alguna vez lo he experimentado también con la literatura y recientemente en mi visita a Estambul. Sin duda viajar y sobre todo viajar con una mente abierta a lo que vas a ir descubriendo, te hace más humilde y ser consciente de una serie de prejuicios que nos acompañan queramos o no, aun cuando le pongamos empeño en no tenerlos. Contemplar el Bósforo a bordo de un barco en su camino al Mar Negro, mientras las dos orillas de distintos continentes te regalan la retina, sintiendo el mismo viento que infinitas generaciones desde el origen de los tiempos, ha de tener por fuerza algo de atávico.

 

Mi amor por la literatura tiene muchas causas aunque pienso que me acompaña desde antes de nacer. Y tengo el pleno convencimiento de que este caso particular de mi particular “síndrome de Stendhal” tiene su origen en José de Espronceda. En las escuelas de los años setenta y ochenta (no me atrevo a incluir años posteriores) leímos, memorizamos y recitamos año tras año la “Canción del Pirata”. No creo que nadie se la aprendiera entera, pero sin duda que los primeros cuatro versos no se olvidan por mucho que pasen los años

Con diez cañones por banda

viento en popa a toda vela

no corta el mar, sino vuela

un velero bergantín


Cuando la vida era más simple y el mundo más extenso, cuando las horas no iban tan rápido ni había tantas cosas que hacer, leer, recitar, pensar en la “Canción del Pirata” facilitaba imaginar cada una de las vivencias que incluye el poema. Desde muy pequeña soñé con tener a un lado Asia, al otro Europa, y allá, en su frente Estambul, sino como capitán pirata sí al menos como Pilar Marín, cantando alegre en la popa. Quizás no tiene demasiado mérito, puesto que hoy se viaja mucho y Turquía ya no está tan lejos. Sí lo tiene cuando es la culminación de unas letras insertas en el alma que te han ayudado a darle sentido a la vida.


 


Tengo algunas frases, dichos, refranes, expresiones favoritas. Las colecciono como si fueran sellos o monedas. Algunas en inglés o francés, únicos idiomas que domino levemente y no por ello constituye esta manía una extravagancia. La realidad es que suenan mejor en su propio idioma. “Gratitude is the sign of noble souls” es una de ellas. La nobleza de alma es sin duda una virtud digna de ser alcanzada y no sé si trabajo lo suficiente para conseguirlo. Sí sé que siento una enorme gratitud a la vida y a ciertas personas cuya nobleza me ha permitido escribir estas líneas. Y mucho más que no acierto a expresar con palabras.


 "Que es mi barco mi tesoro,

que es mi dios la libertad,

mi ley, la fuerza y el viento,

mi única patria la mar"



miércoles, 10 de agosto de 2022

 

OBSOLESCENCIA OBLIGADA

   Mi lavavajillas ha muerto. O mejor: lo han dejado morir. Es de una buena marca y ha cumplido su función durante dieciséis años. El técnico ha sentenciado que tiene no sé qué calcificado y que había que cambiarlo, pero ¡oh! es tan viejito que no hay pieza de recambio. Ya no las hacen. A mi pregunta de si podría valerle una universal para todo tipo de lavaplatos, la respuesta ha sido que no hay seguridad de que le sirva.

           Ante este deceso la solución, por lo visto, es que he de comprar uno nuevo, el cual por supuesto, por orden de la superioridad (esa que nos ordena y manda desde los más siniestros y ocultos parajes) ya no tendrá la misma duración. Estará perfectamente programado para autoinmolarse a los pocos años de su entrada en esta casa. Es el “modus operandi” del sistema económico ultra consumista en el que nos encontramos inmersos, también por orden de esa superioridad. Sistema que atenta contra los más elementales principios de la humanidad respetuosos con el equilibrio que debería imperar en ¿un utópico sistema? Claro que son principios fundados en filosofías que no están de moda. ¿Qué valor se le da a la responsabilidad, a la austeridad o al autodominio? ¿qué valor se le da a que nuestra parte racional gobierne con proporción nuestras inclinaciones irascibles y apetitivas? Pues ninguno. Desde esas instancias superiores se predica, se impulsa y en los últimos tiempos (y esto es lo peor) se impone, el destruir y como consecuencia el consumir como si no hubiera un mañana. ¿Tienes tres pantalones? Tíralos, rómpelos, quémalos para comprar otros tres. O trescientos, qué más da. Y si no eres capaz acumula. Acumula todo aquello que necesites pero sobre todo aquello que no necesites.

            Y esta es la finalidad que persiguen esos gobernantes en la sombra a través de sus delegados aparentes. A lo largo de mi infancia y parte de mi juventud oía hablar de la China comunista, país no tan ajeno a mí gracias a las novelas de Pearl S. Buck. Afortunadamente se sabía lo suficiente en aquellos tiempos no interconectados como para no creer en ese paraíso comunista. Lo más llamativo, y pensar en ello implica un importante ejercicio de autocontrol de mi parte racional sobre la irascible, es que es un mismo sistema marxista el que alienta el capitalismo de estado. Obviamente no es más que un ejemplo basado en mis propias vivencias. Hay muchos. Todos indeseables en mi opinión.

         


          Estas reflexiones me llevan, entre otras muchas, a dos consideraciones fundamentales.

Una, mi pobre lavavajillas no ha muerto por viejito, más bien no han querido salvarlo. Me pregunto cuánto tardará este sistema en hacer lo mismo con los seres humanos. El avance de las ciencias es innegable y abrumador y en general nos permite una vida mejor (entendido este adjetivo en términos actuales obviamente). A pesar de ello, ya se otean en el horizonte amenazas contra la vida humana que no se encuentre en condiciones compatibles con un rendimiento no sólo económico sino, y esto es lo que asusta, adepto y sometido al sistema. No me refiero a una decisión individual y meditada, acorde con las creencias de cada uno. Me refiero a que ¡oh! qué pena, no hay pieza de repuesto para ti porque no le vales al sistema.

Dos. Esa misma superioridad y sus acólitos han ido trazando, y siguen en ello, diversas consignas que confluyen en una: la defensa del medio ambiente y la concienciación sobre el cambio climático. De esta forma se llega al sinsentido de tener que escuchar que el desodorante en spray en uso individual por millones de individuos es altamente nocivo para la preservación de la calidad del aire. Deshacerse de un lavavajillas en perfecto funcionamiento porque le falta una pieza que ya no se fabrica y no se fabrica porque lo que interesa es que el aparato se tire y se compre uno nuevo que a su vez durará unos pocos años y así sucesivamente, es algo que está no sólo permitido, sino autorizado y fomentado por quienes nos gobiernan.

Por lo pronto he aparcado el comprar uno nuevo. Intento colaborar con el sistema lo mínimo imprescindible y lo último que me apetece estos días de agosto es ir a cualquier establecimiento (abarrotado por supuesto) a intentar buscar cuál de los flamantes ejemplares expuestos me hace un guiño de complicidad precio/duración. Mientras tanto he de guardar el luto por mi querido lavaplatos, y lo haré fregando a mano. A la antigua usanza aunque con agua corriente. Hasta que también lo prohíban por no respetar el medio ambiente.

 

sábado, 23 de abril de 2022

 


EL ITALIANO

 Arturo Pérez-Reverte


Cada cual tiene sus filias y sus fobias. En los grupos también se da, a veces casi por unanimidad. Es el caso de Arturo Pérez-Reverte y nuestro círculo de lectoras. Con “a” porque aunque serían bienvenidos, los ejemplares de género masculino brillan por su ausencia.

          He dicho unanimidad. Cierto. No obstante este consenso está sujeto a gradación, lo que se demuestra en el tiempo que tarda cada una en adquirir la nueva novela del escritor. Puedo asegurar que alguna ya la tenía a la media hora de estar a la venta. He de reconocer que yo tardé un poco más.

           El título ya de por sí es cautivador. Todo lo italiano lo es en esa especie de atracción atávica entre unos y otros que tenemos los pueblos latinos. No puede obviarse la foto: un Adán saliendo del agua entre la bruma marina cargado de instrumentos naúticos algo chocantes hoy en día promete, antes de empezar la lectura, buenos ratos de aventuras. Aunque sean de otros. A fin de cuentas las hacemos nuestras.

        Pero las dudas sobre el puesto que esta novela iba a ocupar en mi lista de “pendientes”, larga y maravillosa lista que me da una razón más para seguir viviendo, la disipó de un plumazo mi tío, quien unos días antes de la publicación oficial y por supuesto siendo imposible habérsela leído, me resumió el fondo histórico que sirve de base a la novela. Mi tío nació el mismo año que el autor, también navega aunque en un barco algo más pequeño, corre por sus venas sangre del sur del levante y como muchos hijos del final de la posguerra española, mejores o peores estudiantes, tuvo una formación preuniversitaria que ya quisieran hoy muchos doctorandos. Y yo misma.

          Y así me habló de cómo durante la Segunda Guerra Mundial los italianos tenían fama de cobardes y poco aguerridos, de ser acólitos  de los alemanes, de escaquearse en numerosas ocasiones y dejar la bravura para otras nacionalidades. También me habló de que, en contraste a todo lo que se decía de los italianos, hubo un grupo de buzos asentados en la bahía de Algeciras que, a bordo de sus “maiales” se dedicaron a torpedear, hundir y dañar barcos aliados anclados en la amplia ensenada o incluso dentro del puerto de Gibraltar.

         La base histórica era prometedora, así que mis preferencias hicieron sitio a “El Italiano”. De este modo me sumergí en una apasionante novela, contada desde una doble óptica: por un lado el autor viaja a lugares como Nápoles, Marbella o Venecia, en los que se encuentra con protagonistas directos o indirectos de los sucesos de aquellos años y que van aportando información objetiva pero sobre todo personal e íntima; por otra parte, y con mayor extensión, se relatan esos sucesos comenzando con la salvación por parte de la protagonista, de uno de esos buzos italianos, desvanecido en la arena en la playa de Puente Mayorga.


Nos encontramos con unos soldados de naturaleza extraordinaria, dedicados prácticamente en exclusividad a la vida militar que, armados de bravura se montaban, literalmente, a bordo de torpedos tripulados con cabezas explosivas y una tecnología que, sin duda avanzada para su época, hoy nos parecería de lo más básico, desplazándose por el fondo marino esquivando cargas submarinas para alcanzar el objetivo y retirarse rápidamente antes de la explosión programada.

Pero también nos topamos con la vida cotidiana en tiempo de guerra, y qué guerra. El Campo de Gibraltar en su más amplia acepción nos ofrece un paseo por las rutinas diarias de sus gentes en relación con la historia relatada, las conexiones que siempre han existido entre esa Línea que separa lo español de lo británico, el trueque de servicios y bienes y por qué no de secretos, la estricta vida militar y el carácter tan inglés del Peñón, que pareciera que nunca pueda ser español. Todo ello adornado elegante y solapadamente con alusiones veladas a la cultura griega, sus mitos y dioses y sus odiseas. No podía ser menos, dada la formación clásica del autor.

Naturalmente la aventura no podía terminar así. Viviendo tan cerca, obligatorio era pasearse por los mismos parajes que fueron testigos de la historia de Tesseo Lombardi y Elena Arbúes. Así que un sábado de enero, algo ventoso pero despejado, nos presentamos en la frontera española y adentrándonos en la roca, paseamos por las mismas calles buscando la librería “Line Wall” en la que Elena Arbúes colabora con Gogovich reorganizando y clasificando los libros y desde cuya terraza observa los buques fondeados para transmitir la información a Tesseo. Logramos hacernos con una conocida que nos hizo de guía y nos llevó paseando por la playa en la que Tesseo se apareció cual Ulises, descubrimos el solar que antaño ocupó el Hotel Príncipe Alfonso, tratamos de identificar “Villa Carmela” y el camino que hacía Elena en bicicleta desde su casa hasta la librería. Llegando a la Calle Real dado que el antiguo Café Anglo-Hispano ya no existe, emulamos las tertulias de los personajes literarios en el café Modelo, pasando por el Círculo Mercantil con foto incluida y los Tejidos “La Escocesa” que se anuncia “desde 1932”.


 En los años setenta viví durante dos años frente a la bahía de Algeciras. Cada mañana el Peñón aparecía al fondo con su singular silueta poniendo un punto final geográfico a la amplia ensenada antes de abrirse al ocaso occidental del Mediterráneo. En la inocencia de la infancia ya me parecía dotada de un halo mágico que se hacía más intenso en los días de fuerte levante. “El Italiano”, a través de la literatura, nos sumerge de lleno en la magia de esta pequeña parte del mundo.